sábado, 23 de abril de 2011

Escuela y Ciudadanía, Pedagogía del Aburrido

Cap. 1: Escuela y ciudadanía.*

La escuela ya no es lo que era. Sobre esto no hay dudas. Pero las dudas prosperan en cuanto se intenta pensar ya no lo que era si no lo que es. Resulta sencillo responder qué es la institución escuela si suponemos que esa institución apoya en un suelo nacional y estatal. Pero desvanecido ese suelo, agotado el Estado-nación como metainstitución dadora de sentido, ¿cuál es su estatuto? ¿En qué consiste la actualidad escolar? Para responder estas preguntas empecemos por precisar la naturaleza de las instituciones -entre ellas, la escuela -  y la subjetividad que instituyen en tiempos de Estado-nación.

LA ESCUELA COMO INSTITUCIÓN
I
Cada sistema social establece sus criterios de existencia. En los Estados nacionales, la existencia es existencia institucional y el paradigma de funcionamiento son las instituciones disciplinarias.[1]
En este sentido, la vida institucional y social transcurre en ese suelo – es decir, en la familia, la escuela, la fábrica, el hospital, el cuartel, la prisión-. Ahora bien, estas instituciones apoyaban en la metainstitución Estado-nación. Y ese apoyo era el que les proveía sentido y consistencia integral. Pero la articulación institucional no terminaba ahí. Los dispositivos disciplinarios (la familia y la escuela, por ejemplo) organizan entre sí un tipo específico de relación. Deleuze en “Posdata sobre las sociedades de control” denomina a esa relación analógica. Este funcionamiento, que consistía en el uso de un lenguaje común por parte de los agentes institucionales, habilitaba la posibilidad de estar en distintas instituciones, bajo las mismas operaciones. Dicho de otro modo, la experiencia disciplinaria forjaba subjetividad disciplinaria.
Ahora bien, esta correspondencia analógica entre las marcas subjetivas producidas por las instituciones era la que aseguraba la relación transferencial entre ellas. Así, cada una de las instituciones operaba sobre las marcas previamente forjadas. De allí provenía su eficacia. La escuela trabajaba sobre las marcaciones familiares; la fábrica, sobre las modulaciones escolares; la prisión, sobre las molduras hospitalarias. Como resultado de esta operatoria, se organizaba un encadenamiento institucional que aseguraba y reforzaba la eficacia de la operatoria disciplinaria.

II
Resta decir que el tránsito por las instituciones disciplinarias causaba las operaciones necesarias para habitar la metainstitución estatal. De esta manera, el Estado-nación delegaba en sus dispositivos institucionales la producción y reproducción de su soporte subjetivo: el ciudadano. Pero, ¿qué es un ciudadano de los Estados nacionales? ¿Cuáles son los rasgos distintivos de esta subjetividad producida por las instituciones disciplinarias? ¿Cuál es la relación entre escuela y ciudadanía en tiempos nacionales?
El ciudadano es el tipo subjetivo resultante del principio revolucionario que postula la igualdad ante la ley. Es el sujeto constituido en torno de la ley. Ahora bien, esta producción en torno de la ley se apoya en dos instituciones primordiales: la familia nuclear burguesa y la escuela. La escuela, en tándem con la familia, produce los ciudadanos del mañana. La subjetividad ciudadana se organiza por la suposición básica de que la ley es la misma para todos. Si alguien puede lo que puede y no puede lo que no puede, es porque todos pueden eso o porque nadie puede eso.
El ciudadano como subjetividad es reacio a la noción de privilegio o de ley privada. La ley es pareja: prohíbe y permite por igual a todos. Por supuesto, a algunos el aparato judicial les va a permitir un campo de transgresiones, pero eso se relaciona más con el aparato judicial concreto que con la institución básica que es la ley. El ciudadano es un individuo que se define por esta relación con la ley. Es, en principio, depositario de la soberanía, pero ante todo es depositario de una soberanía que no ejerce. La soberanía emana del pueblo; no permanece  en el pueblo.
Para ser ciudadano de un Estado-nación hay que saber delegar la soberanía. El acto ciudadano por excelencia es el acto de representación por el cual delega los poderes soberanos en el Estado constituido. Y para poder delegar, el ciudadano tiene que estar educado. Es decir, se  trata de educar las capacidades de delegación. ¿Qué es, en este caso, “educar las capacidades de delegación”? Es forjar la conciencia nacional. El sujeto de la conciencia, que había sido instituido filosóficamente dos siglos antes, deviene sujeto de la conciencia nacional a partir del siglo XIX. Es el aparato jurídico el que exige que los ciudadanos se definan por su conciencia.
Ahora, ¿cómo se ejerce esta soberanía? Cuando la Revolución Francesa estalla, se plantea el siguiente problema: la soberanía emana del pueblo, pero ¿cuántos pueblos hay? No se los puede definir por la raza, por la religión ni por la lengua. Porque se encontrará que un mismo pueblo habla en dos lenguas o que dos pueblos distintos hablan la misma lengua. Lo mismo sucede con la raza; otro tanto, con la religión.
La institución propia de los Estados nacionales para definir ese ser en conjunto que es el pueblo es la historia. La historia es una institución del siglo XIX que establece que un pueblo es tal porque tiene un pasado en común. El fundamento del lazo social es nuestro pasado en común. Es una institución sumamente poderosa porque, en la medida en que el pueblo se define por su pasado en común, la historia deviene el reservorio de las potencias. Y la elección política dependerá de cuál de las potencias contenidas en germen en el pasado nacional es llevada al acto. Se entiende que, si un pueblo se define por un pasado en común, si ahí está su identidad y sus posibilidades, entonces la política no puede ser otra cosa que transformar en acto eso que era en potencia en el pasado nacional. Ahí radica el fundamento de la solidaridad entre historia y representación. El soberano se hará representar a partir de una comprensión del ser en común como determinado por su historia. Entonces, deviene ciudadano.

III
La sociedad de vigilancia es un tipo de sociedad en la que se distribuyen espacios de encierro. La subjetividad se produce en instituciones que encierran una población homogénea y producen el tipo de subjetividad pertinente para ese segmento social. En la superficie del Estado se distribuyen círculos que encierran a la población en distintos lugares. El paradigma de este tipo de sociedad es la prisión. Pero la familia, la escuela, la fábrica, el hospital, el cuartel y la prisión tienen la forma de un punto dentro del cual se aloja una población homogénea: niños, alumnos, obreros, locos, militares, presos. Esa población homogénea se produce como tipo específico mediante las prácticas de vigilar  y castigar bajo la figura del panóptico. Se los mira, se los controla, se anota la normalidad, se castiga la desviación, se apuesta permanentemente a normalizar a los individuos dentro del espacio del encierro.
Por ejemplo, la normalización estándar de los chicos en la escuela es tan sutil y tan precisa que cada niño queda individualizado por su desviación respecto de la norma. Hasta la aparición de la escuela moderna nunca hubo un espacio donde se pudiera observar a los niños de la misma edad, todos juntos, aprendiendo y haciendo cosas, y viendo los ínfimos grados de diferencia entre uno y otro, y menos aún se ha visto un espacio que convierta esa desviación en identidad, individualidad, personalidad. Se entiende que se requiere el dispositivo experimental para poder describir una normalidad. Así, las sociedades de vigilancia se pueden caracterizar como sociedades en las que se tiende a normalizar a los individuos en espacios de encierro.
Estos espacios de encierro tienden hacer coincidir la clasificación lógica con la distribución espacial. Nosotros dibujamos un conjunto como un círculo que encierra a todos sus elementos, pero en realidad no tiene por qué estar juntos. Un conjunto es una colección de términos que verifican una propiedad; pero pertenecer lógicamente a un conjunto y estar topológicamente dentro de un lugar no son sinónimos. Pertenecer y estar dentro  sólo son sinónimos en la lógica del encierro: pertenecer al conjunto de los niños es estar encerrado en la escuela; pertenecer al conjunto de los trabajadores es estar encerrado en la fábrica.
El pensamiento estatal tiende a distribuir a la población en lugares, en instituciones. Como figura, la institución no es una figura genérica de la humanidad sino del Estado-nación, sobre todo la institución como productora de subjetividad de un conjunto de términos que se homogeneizan por pertenencia. La vigilancia y el castigo producen normalización.

IV
Partamos de una aseveración de Nietzsche, una afirmación radical, y tratemos luego de avanzar sobre nuestra situación actual. En la serie de conferencias Sobre el porvenir de nuestras escuelas, Nietzsche muestra que existe un nexo evidente entre la educación y la utilización de la fuerza de trabajo intelectual por parte de la sociedad para sus propios fines. Estos fines consisten en producir un tipo de individuo que se “revele lo antes posible como un empleado útil y en asegurarse de su máximo rendimiento incondicional”.
Ahora bien, esta difusión cada vez mayor de la cultura, según el ideal de la ilustración de educar al soberano, resulta ser a los ojos de Nietzsche un propósito de opresión y explotación que aparece como un correlato de la economía política tomada en un sentido amplio. Analicemos esta cuestión: la difusión cada vez más amplia de la cultura representaba, para Nietzsche, uno de los “dogmas preferidos de la economía política de esta época nuestra”.
¿Qué puede querer decir lo anterior? En primer lugar, debe observarse que la lógica del capital – que es la de una economía ya sin política en nuestra época – implica la difusión cada vez mayor y a escala ampliada de los productos como mercancías. En este sentido, la fuerza-trabajo intelectual debe estar al servicio de esta circulación cada vez mayor de las mercancías, que no significa otra cosa que el proceso de valorización del capital. Pero sería muy rústico si todo el asunto pudiera reducirse a esta imagen.
Porque, en segundo lugar, lo que es necesario ver es la existencia de una especie de economía política del signo, en la que las significaciones son producidas y controladas a través de un proceso de codificación que intenta hacer equivaler tales o cuales significados para los significantes dados. Esto podría ser considerado con mayor detenimiento pero, a los fines de la argumentación, lo dicho puede ser suficiente. Lo que nos interesa marcar es el funcionamiento de una misma lógica social que se presenta como un inmenso arsenal de mercancías pero también como un inmenso arsenal de signos. En ambos casos, la posición que se propugna para los individuos es ser consumidores. De este modo, la reproducción ampliada del capital, el hecho de que el mercado se imponga como modelo universal para el consumo, va de la mano con la difusión cada vez mayor de la cultura entendida como proceso de significación. Así, la lógica mercantil hace que todo pueda ser consumido como mercancía, incluso la cultura, y, por supuesto, también la educación.
Pero esta idea del acceso a la cultura o a la educación para todos es propia de la modernidad: lo que subyace en esta concepción es la idea de un saber del hombre, de unas ciencias humanas que suponen una esencia humana cognoscible. De lo que se trata, entonces, es de desarrollar estas prácticas de modo tal que el conjunto de los que biológicamente son hombres sean también hombres en y por las prácticas sociales instituidas en el mundo burgués: libertad e igualdad (la fraternidad puede esperar, al parecer). Este mismo interés puede observarse en la preocupación que se desarrolla en la modernidad en el plano de la salud, que no sólo implica la atención médica sino todo un saber acerca del cuerpo del hombre. Podríamos nombrar también, en esta enumeración, el modo en que se organizan las prácticas punitivas, su saber psiquiátrico-judicial acerca del hombre para rectificar, corregir a quien se ha desviado, etc.
Ahora bien, este interés por el hombre, el complejo de discursos, saberes, prácticas e instituciones entorno al hombre de la modernidad, constituye un modo de control, de dominio, de poder que se desarrolla en la modernidad y que tiene que ver con la idea de hacer útiles a los individuos para la sociedad, es decir, hacerlos utilizables para los propios fines de la sociedad.
Esa modalidad puede verse claramente en la función de la escuela moderna. Aun con las nuevas técnicas, o nuevas formas, que apuntan al proceso de aprendizaje y al desarrollo de las propias capacidades del educando, el examen sigue funcionando como una instancia de control y duplicación de un saber adquirido.

 […]
…cuál es la función que la modernidad le asignó a la escuela. A saber: generar hábitos de disciplinamiento y de normalización de modo tal que su paso por allí genere seres útiles para la sociedad, es decir, dispuestos a ocupar los lugares debidos de manera incondicional. Se me ocurre que pueden implementarse nuevos contenidos y nuevas formas, que se pueden intentar reformas para llevar a cabo prácticas educativas muy interesantes, pero en definitiva la forma moderna de la escuela apunta al desarrollo de una cierta disciplina, disciplina que tiene que ver tanto con el ejercicio del control propio de toda institución como con el desarrollo del aprendizaje.
Pero vayamos a un punto más básico: el concepto de hombre. Han aparecido nuevas prácticas que comienzan a dar otro sentido a la noción práctica de hombre, es decir, esta surgiendo una nueva definición  ontológica de ser hombre. Sin embargo, las ideas filosóficas sobre qué es el hombre siguen siendo las de la modernidad, de modo que lo que existe es algo así como un “concepto práctico” de hombre que no cuaja, no se adecua a ninguna de las ideas filosóficas conocidas. Lo que ocurre es que se sigue respondiendo a la pregunta acerca de qué es el hombre o bien con las ideas de la modernidad o bien con las de la posmodernidad, las que, en rigor, sólo son un espejo en negativo de las ideas modernas. Hoy en día, roto el espejo positivo moderno, sólo queda espejado lo negativo de la modernidad: eso es la posmodernidad.
Ahora bien, este “concepto práctico” de hombre podría significar que sólo es hombre aquel que se inserta en las redes del mercado, quien participa del conjunto de los consumidores, quien se ve reflejado y se espeja en una pantalla de televisión, quien accede a la salud. Si este conjunto es de 10 millones, 15 millones, o si sobran 10 millones, poco importa en esta nueva concepción práctica. Si esto es así, en algún momento seguramente se intentará delinear un concepto con la claridad filosófica que se merece. Mientras tanto, la vieja idea de educar al soberano sigue vigente, aunque las prácticas sociales son otras actualmente, y tan distintas que hasta se tornan disolutivas de los conceptos de la modernidad. Sin embargo, con nuestra vieja y querida idea de educación estamos intentando dar cuenta de una situación en la que la humanidad ya no es el conjunto de todos los humanos “biológicamente” definidos. Mientras tanto, quienes todavía permanecemos en el mercado y la cultura actuamos como si ése fuera el conjunto de hombres libres, iguales y fraternos, es decir que seguimos pensando desde los ideales de la modernidad, salvo que no todos los hombres forman parte ahora de esta humanidad en la modernidad tardía.
En este contexto con nuevas prácticas emergentes, la escuela – y todo lo que ello implica: institución, jerarquías, profesores, alumnos, exámenes – intenta seguir apuntando hacia la humanidad en su sentido clásico, pero en las prácticas efectivas sólo una parte de esa supuesta humanidad cae bajo la órbita de la educación de la modernidad. Con la idea de progreso del iluminismo, la educación aparecía como una forma fundamental de volver útiles a los individuos. Caída la cuestión del progreso por su imposibilidad práctica, ¿sigue siendo la escuela un lugar que vuelva útiles a los individuos para la sociedad?, ¿se resignifica su función?, ¿qué queremos hacer nosotros con todo eso?

V
Bajo la hegemonía política del Estado-nación, el discurso histórico determinó los procedimientos considerados válidos para producir verdad, pero también funcionó como dispositivo central en la producción y reproducción del lazo social nacional. Aquí importa centralmente lo segundo.
El siglo XIX es el siglo de Hegel y, desde su intervención en la cultura, se asume que el ser es en tanto que deviene. Todo el devenir se convierte en Historia o, si se quiere, es susceptible de ser historizado. Desde Hegel – dice Chatêlet, la determinación de las esencias es asunto de historiadores. La Historia pasa no sólo a detentar su sentido, sino el de todos los fenómenos. Es decir que el mundo se hace inteligible a partir de  su devenir histórico.
Con la intervención de Hegel, la hegemonía del discurso histórico queda instituida. A saber: por un lado, conocer – de aquí en más – es conocer históricamente. Se historizan las filosofías y las ciencias, se historiza la política, se historiza la cultura toda. Por otro lado, la consistencia colectiva de un pueblo – también a partir de aquí – descansa en la ficción ideológica de un pasado común que hace lazo en el presente.
Ahora bien, a partir del siglo XIX y durante la hegemonía política del Estado-nación, ¿cuál es el fundamento del enlace social?, ¿qué es lo que produce lazo nacional? Lo que produce lazo nacional, asegurada la eficacia práctica del discurso histórico[2], no es el pasado en común de un pueblo. Un pasado común puede no implicar un presente común, tampoco un futuro común. Los cortes, las rupturas, las separaciones son irrefutables confirmaciones de este enunciado. Lo que produce lazo nacional, entonces, no es el pasado en común sino el discurso historiador que instituye ese pasado como común en el presente. El discurso histórico produce, desde su hoy, ese pasado como común a partir de la sustancialización de la nación. Es decir, a partir de la institución de la nación como significación sustancial o, si se quiere, eterna. De esta manera, el discurso histórico interviene constituyendo la memoria práctica del Estado-nación.
Un lazo social no es la realización de unos contenidos discursivos, sino el efecto de una práctica discursiva en una situación determinada. Asegurada la hegemonía cultural del discurso histórico, su inscripción práctica produce y reproduce lazo social nacional.  ¿En qué consiste la inscripción práctica del discurso histórico durante la vigencia política del Estado-nación? ¿Cuáles son las formas prácticas que adquiere la memoria del Estado-nación?
[…]
La enseñanza de la historia se ha convertido en un dispositivo central en el proceso de producción y reproducción de lazo social nacional. Es a través del relato ordenado de los hechos que han conformado la nación como se instituye la continuidad entre pasado, presente y futuro. No es el pasado lo que hace lazo en el presente, sino la narrativa histórica la que produce tal operación subjetiva. Es decir que lo que produce identidad nacional en condiciones de hegemonía política del Estado-nación es la operación sustancialista organizada desde la narrativa histórica.
Pero la escuela cumplía en este aspecto todavía un papel limitado, pues no alcanzaba a incorporar a la creciente población infantil. A la baja escolaridad, se agregaba el hecho de que la historia se enseñaba únicamente en los grados superiores, a la que sólo accedía una reducida proporción de estudiantes. Frente a estas condiciones, se trató de intervenir a partir de otra serie de dispositivos prácticos. A saber: la construcción de ámbitos como plazas o museos, la ritualización de celebraciones escolares y la realización de manifestaciones patrióticas extraescolares, la definición y precisión de los símbolos patrios, etcétera.
[…]
Otro recurso central de intervención en la consistencia del lazo social nacional remite a los símbolos patrios o, más precisamente, a su definición e imposición social, es decir, su uso obligatorio. La reglamentación buscaba la diferenciación para la identificación y resaltar la enseña nacional por sobre las particulares o de otros Estados nacionales.
Con esto intentamos precisar sólo algunos de los modos que adquiere la inscripción práctica del discurso histórico durante la vigencia política del Estado-nación. Estos recursos materiales, significados por el discurso histórico, adquieren sentido social como registros de la memoria del Estado-nación. De ahí se derivan identidad y ciudadanía: de la relación entre la escuela y la historia.



* Artículo para una clase virtual en FLACSO, 2002.
[1] Sin mayores precisiones, tomamos aquí por disciplinaria cualquier institución que satisfaga estricta o laxamente ciertos requisitos. Según Michael Foucault (1989), los tres procedimientos constitutivos de las instituciones disciplinarias o de encierro son: la vigilancia jerárquica, la sanción normalizadota y el examen.
[2] Una intervención es la eficacia práctica de una interpretación. La interpretación es una fuerza, la eficacia de una interpretación es la capacidad de intervenir en el campo de la cultura y modificar el universo de las significaciones sociales. La intervención de una interpretación queda asegurada a partir de la organización de un conjunto de dispositivos materiales capaces de forzar el ingreso de ese sentido en una situación. La intervención del discurso histórico, durante gran parte de los siglos XIX y XX, quedó asegurada por la hegemonía política del Estado-nación. Agotado éste – en la actualidad estamos situados en esa experiencia – la eficacia práctica del discurso histórico queda alterada.

miércoles, 13 de abril de 2011

¿Qué hace la escuela con la tele?


¿Qué hace la escuela con la tele?
La escuela, los jóvenes y la experiencia mediática
      Organización: CEAP   Lugar: Buenos Aires   Expone: Cristina Corea   Fecha: 01-10-02   Dispositivo: Conferencia de capacitación docente   Perfil: Charla Volver a última página visitada     
El problema que nos reúne es esta experiencia contemporánea de ser fundamentalmente espectadores. Espectadores de la tele, espectadores de las tecnologías, de las pantallas de la PC.
Espectador es aquel sujeto cuya experiencia social se da fundamentalmente a partir de las conexiones vía los sentidos, vía las percepciones, y no tanto a través de la conciencia o la palabra.
En el siglo XIX aprendimos a leer. En el siglo XX aprendimos fundamentalmente a escuchar, aprendimos el valor de la palabra, de la comunicación. Y en el siglo XXI, da la impresión de que el desafío es aprender a mirar.
En el siglo XIX se inventa la escuela pública. Podríamos decir que toda la experiencia de la escuela pública, toda la experiencia de la política sarmientina, es la experiencia de constitución de una figura: el ciudadano. A través de la práctica escolar de la lectoescritura, la escuela aparece como el pilar de la experiencia ciudadana. La lectoescritura es donde asienta la experiencia escolar del ciudadano, y aparece como la práctica esencial de constitución de esa subjetividad.
En el siglo XX aprendimos el valor de la palabra. Y aprendimos el valor de escuchar. Tenemos en este siglo dos figuras esenciales, Freud y Saussure. Con Freud, la experiencia de la palabra es aprender a escuchar algo implícito en lo explícito, algo latente en lo manifiesto. Uno podría decir que la experiencia psicoanalítica, en el sentido más general del término, es encontrar en el discurso una dimensión que se interpreta porque está latente.
Por su parte, Saussure también desentraña un valor esencial en la lengua, un valor que no era del todo evidente hasta su época: la función comunicativa de la lengua. Hasta Saussure, el lenguaje era fundamentalmente la gramática, la historia de la lengua, la evolución de la lengua, una serie de reglas. Con la aparición de Saussure se revela como papel esencial de la palabra su función social, su función comunicativa. Para Saussure, la lengua es la institución social por excelencia porque es la institución que hace lazo entre los individuos, y es la que permite la comunicación: experiencia social básica, elemental.
¿Y qué pasa en el siglo XXI? En el siglo XIX tenemos al ciudadano; en el siglo XX tenemos al parlante, al hablante. La subjetividad propia del siglo XX es la del hombre definido como aquel que ha adquirido la palabra. Pensar y hablar en el siglo XX, en toda la experiencia de las ciencias sociales, son sinónimos.
En siglo XXI tenemos la figura del espectador
¿Cómo es esta figura del espectador? Esto aún es un gran interrogante para nosotros, básicamente porque estamos constituidos en la experiencia de la palabra, en la experiencia de la interpretación, en la experiencia de leer más allá de lo explícito., pero no en la experiencia de la conexión, de las tecnologías que requieren más operaciones conectivas que interpretativas. La figura del espectador es la de aquel cuya experiencia social fundamental es la experiencia de la multiplicidad de conexiones con el flujo de la información. No sólo es la experiencia de quien mira algo, sino de aquel cuya vía de conexión al flujo de la información son los sentidos.
Por lo tanto, de aquí en más hablar de imagen no va a referir sólo a una representación visual: una imagen es un percepto, una unidad de información que llega al sujeto por vía perceptiva, y no por vía de la conciencia. Entonces, la figura del espectador remite a aquel que se constituye por la vía del percepto y no por la vía de la conciencia. Esto es lo novedoso de esta subjetividad del espectador.
Para aprender a leer y a escribir inventamos la escuela. Para aprender a escuchar inventamos la asociación libre, la interpretación de los sueños, la comunicación y los dispositivos de la comunicación. Ahora bien, ¿qué dispositivos tenemos para aprender a mirar, para pensar en qué consiste esta práctica del mirar, esta práctica de ser espectador, esta práctica de estar fundamentalmente conectado al flujo de la información. Da la impresión de que las teorías de la comunicación que tienen su base en la subjetividad del parlante no son eficaces a la hora de remitir a esta experiencia. Da la impresión de que los dispositivos capaces de hacer inteligibles esta experiencia del espectador no están armados todavía, que tenemos que empezar a pensarlos, elaborarlos, dilucidarlos. Y da la impresión también de que acerca de esta experiencia del mirar, de ser espectadores, tenemos que aprender nosotros de los jóvenes mediáticos, y no tanto enseñar. Parece que en este punto la famosa ecuación del saber se invierte. Por sobre la experiencia tecnológica aparece la experiencia mediática. Experiencia mediática es toda experiencia de conexión con la información –a través de internet, radio, medios masivos–. Sobre la experiencia de la conexión en sí sabemos poco, tenemos pocos procedimientos aptos para pensar en qué consiste. Da la impresión entonces de que sobre la experiencia de la conexión quizás tengamos que aprender un poco más de esta generación para la cual la tele, los medios e internet no son algo que se suma a un algo ya constituido sino que son el punto de partida de una experiencia.
Para la generación mediática, “la tele” es el dato primero del mundo. “La tele” no es algo que está en el mundo, algo que es una opción como podría ser para nosotros, sino que es, “algo que ya estaba”, como el aire. La generación mediática es esta generación de pibes que pueden hacer los deberes mientras miran la tele, que comen mientras miran la tele, que pueden conectar simultáneamente una, dos, tres vías de información, que pueden estar hipersaturados “bien”, sin colapsar.
Entonces, si la diferencia entre esta generación mediática y la nuestra es tan radical, valdría la pena hacerse una serie de preguntas, darle tiempo, darle lugar a esas preguntas que son preguntas serias. Por ejemplo: ¿cómo miran los jóvenes? ¿qué miran, qué ven cuándo miran? Y sobre todo, ¿cómo es el pensamiento producido en la conexión, cómo se piensa cuándo se está conectado? Otra cuestión de importancia es preguntarse qué tipo de malestar genera la conexión. En principio se podría decir que la saturación es un efecto bastante molesto de la conexión, pero ¿qué es la experiencia de la saturación? ¿qué estatuto tiene? ¿cómo queda uno constituido ante ella? ¿cómo se sufre con la experiencia de ser espectador? Y finalmente, la pregunta principal: ¿cómo es un pensamiento que está basado fundamentalmente en la percepción y no en la conciencia, en las sensaciones y no en la reflexión, en la saturación de los sentidos y no en la interioridad del pensamiento?
Consecuentemente corresponde plantear una tesis para discutir: bajo ciertas condiciones, la tele produce subjetividad. Dicho de otro modo: la experiencia de los medios es posible, pero ¿en qué sentido es posible?
En la época de Freud, de la moral victoriana, los chicos se tocaban. La teoría de Freud y los dispositivos del psicoanálisis, vienen a decir que a partir de la experiencia de los órganos sexuales, a partir de ese interrogarse y de ese tocarse, hay una subjetividad que se constituye. La sexualidad sería entonces la experiencia singular de cada uno con el propio sexo. Uno puede ver, gracias al dispositivo psicoanalítico, que en esto que la moral victoriana reprimía –el tocarse– se constituye una experiencia: hay algo del orden de la verdad del sujeto que se va a constituir en esta curiosidad, en esta interrogación, en ese sufrimiento producido por la relación con los órganos sexuales.
Esta imagen, por similitud, por analogía, nos permite pensar algo del orden de la experiencia actual con los medios.
Podríamos poner a la tele, a los medios, a los flujos de información, en el lugar potente de los órganos sexuales. La información interroga a los chicos. La información nos interroga, nos amenaza, nos seduce, nos asedia. En la medida en que podamos producir los dispositivos capaces de pensar eso, capaces de pensar esta interpelación, entonces ahí nos podremos constituir como una subjetividad mediática.
Hay subjetividad sólo en la medida en que se piensa algo del orden de la experiencia. La subjetividad es la experiencia de haber pensado algo de lo real. Parece que hoy algo de lo real se juega en la relación con la información, así como en la época de Freud algo de lo real se jugaba en la relación con los órganos sexuales. No sabemos si la experiencia de la sexualidad es hoy tan potente como la experiencia de la información: la información es hoy un real que tiene que ser pensado, que tiene que ser tratado, que tiene que ser tramitado: “algo” hay que hacer con eso. Entonces podremos devenir sujetos de esta experiencia si somos capaces de pensar los dispositivos para pensarla.
Quizás para comenzar a pensar qué es esto de la experiencia de la información tengamos que pensar algo del orden de las condiciones socioculturales en las que vivimos, y algo del orden de los cambios. Ignacio Lewkowicz bautizó la época en que vivimos como “la era de la fluidez”. En principio, la fluidez nombra una situación, un medio radicalmente distinto del medio en el cual, por ejemplo, se funda la escuela. La escuela es una institución fundada y pensada para habitar en un medio sólido, en un medio estable, en condiciones regulares, en tiempo de progreso. La escuela forma a los hombres del mañana; es decir que la escuela supone la existencia de una regularidad temporal que se puede pensar en etapas: el presente, el pasado y el mañana. El mañana da sentido a la experiencia escolar: educamos para “el mañana”.
La escuela es una institución que se desarrolla, se reproduce y se torna eficaz en consonancia con otras instituciones estatales, fundamentalmente con la familia. La escuela es soporte, es un como pilar del Estado Nación. Las instituciones estatales, cuya imagen paradigmática es la escuela, funcionan todas interconectadas y en sintonía porque existe el Estado, entendiendo al Estado como un metadiscurso. Es un discurso meta porque funciona como un puente que permite trasladarse, transferirse cómodamente, de una institución a otra. Así, ser hijo es consustancial con ser alumno. En tiempos estatales –cuando hay estado, estabilidad, solidez, cuando hay reproducción regular de insumos, de dispositivos, de prácticas–, las subjetividades producidas en cada institución, los discursos y las posiciones de enunciación son equivalentes. Son equivalentes de modo tal que la ley que rige en la familia, rige también en la escuela, y en la empresa. Por lo tanto, la relación con la ley, la relación con el poder, se reproduce en todas las instituciones. Esta organización que podríamos llamar organización en el sólido y en condiciones regulares, ha estallado. El agotamiento del Estado Nación es el agotamiento de esta lógica. El Estado ya no es el gran coordinador de la vida de las instituciones. Entonces, en la medida en que el Estado estalla en esta capacidad lógica de cohesionar o de coordinar, las instituciones devienen fragmentos o islotes. Hay una dispersión general, y ya no esa experiencia regular en la cual un saber, una ley, una autoridad, se podían transferir de una situación a otra porque existía este garante externo de esa transferencia.
Entonces, ¿qué es la era de fluidez? La era de la fluidez es la era en la cual el modo de dominación ya no es estatal. La dominación ya no es el disciplinamiento, ya no es el sometimiento de unos cuerpos a unos lugares a través de la vigilancia y el castigo, sino que la dominación es algo que ocurre a través del capital financiero. La dominación es a través de los flujos: se habla de flujos de capital, se habla de flujos de información. La fluidez es la era en la cual lo que domina es la virtualidad del capital financiero. En la fluidez, los estados ya no son soberanos sino que se disuelven en la liquidez del capital; y el capital va adonde la oferta es más tentadora: no funciona según valores, principios, ideales o ideología, sino que va según el principio del máximo valor. Bajo este fluir del capital somos arrastrados.
La era de la fluidez es la era del desvanecimiento del sólido. Si en tiempos de solidez estatal se sufre por la sujeción, se sufre por la opresión, se sufre por el encierro, en la era de la fluidez se sufre por la dispersión. Uno puede decir el Estado sujeta, que la autoridad y la ley sujetan, que los mandatos sujetan; y de esa sujeción, ¿cómo se sale? Emancipándose. A través de la ruptura, a través de la crítica, critica del sentido, todas las figuras de la emancipación del siglo XX son, tanto en lo metafórico como en lo más concreto, figuras que remiten a la salida del encierro: elevar el nivel de conciencia, entender algo, que se haga la luz, romper con la dominación, romper con el patriarcado. Todas las figuras de la subjetivación, del hacerse sujeto, parten de un estado de dominación muy particular: la dominación del sólido, es decir, la dominación de los cuerpos, el encierro, la disciplina, el sometimiento bajo estos dispositivos institucionales.
Pero si la dominación es fluida, casi es un contrasentido hablar de dominación. Porque el capital financiero domina destituyendo, lo sólido se desvanece. La experiencia del default es esto: en un momento los capitales “se enloquecieron y se fueron”, por lo tanto la Argentina es un país superfluo para el capital.
La era de la fluidez es la era de la subjetividad superflua. Si en tiempos estatales somos todos necesarios –y por eso se inventan todas las instituciones necesarias para reproducir los cuerpos–, en tiempos de fluidez, la población sobra. El capital financiero agrega valor no por explotación de obreros sino por estrategia de inversión. Entonces la humanidad, que fue necesaria para el Estado, deviene superflua para el capital. Este sufrimiento por superfluidad es el tipo de sufrimiento propio de la información.
Si todo fluye, si el capital fundamentalmente destituye, barre el sentido: también a la palabra le cabe esta experiencia de la superfluidad. La palabra tiene sentido cuando los contextos de intercambio verbal, cuando los referentes aludidos por la palabra, tienen alguna permanencia. Si los referentes y los contextos mutan permanentemente, la palabra deviene superflua también. Eso es lo que se conoce con el nombre de opinión. La opinión es una palabra de enunciación superflua, es una palabra que no tiene ningún efecto sobre otra, es una palabra que no refiere nada, sin efecto sobre el locutor ni sobre el otro. Este discurso tiene casi estatuto de sonido: son palabras que no anudan, que no significan, que no constituyen, que se dicen por el mero hecho de hacer ruido; pero no son palabras ancladas en ninguna práctica, en ninguna situación.
Esta experiencia de la superfluidad, de la palabra superflua, de la palabra que no produce nada ni en el que la dice ni en el que la recibe; esta experiencia es propia del sufrimiento contemporáneo, que es el sufrimiento por superfluidad, por insensatez, por desvanecimiento general del sentido. Ahora, ¿por qué es importante pensar en este estatuto contemporáneo de la palabra? En general, como estamos constituidos en la experiencia institucional del lenguaje, del Estado, de la escuela, le hemos acordado a la palabra un valor –un valor de compromiso, un valor crítico o un valor simbólico–. Y entonces creemos que la relación con la tele, por ejemplo, hay que explicársela a los chicos: hay que hacerles ver, a través de un lenguaje bello, florido, explicativo, los malos contenidos y los malos modelos que tienen algunos mensajes de la tele. Y en realidad, para una experiencia subjetiva que está tramada en este sufrimiento por la superfluidad, por el barrido del sentido, en esta experiencia en que las palabras no signifiquen nada, no significan porque no hay situación ni dispositivo al cual referirse. Entonces para esta experiencia del lenguaje, explicar o criticar algo no tiene ninguna eficacia, no tiene ningún sentido. La lectura crítica de la tele es una opinión más porque en condiciones de fluidez, la palabra no marca, la palabra no constituye a menos que se produzcan los dispositivos necesarios para que la palabra tome un valor. Pero lo que no podemos hacer es suponer que la palabra por sí misma constituye, marca, deja una huella.
Si lo que planteamos es un desfondamiento general de las instituciones por el agotamiento del Estado, entonces la institución del lenguaje se destituye, se vuelve inconsistente, se fragmenta, se desintegra, deja de tener este lugar determinado en el tablero. ¿Cuál es la relación con los medios cuando la palabra argumental, la lectura crítica, no son operaciones eficaces -al menos en principio, al menos no inmediatamente, al menos no como lo fueron en la era de la escritura- para producir alguna alguna consistencia en el flujo de la información? Y si los argumentos y la lectura crítica ya no son operaciones portadoras de eficacia ¿cuáles son esas operaciones? Esas son las preguntas que nos debiéramos hacer.
Ver tele fragmenta, fisura. Pero no fragmenta por los malos valores: fragmenta por el tedio que produce, fragmenta porque satura, fragmenta porque todo se vuelve igual como el zapping, y no se sabe cómo salir de eso. Pero sin embargo, “esto” es mejor que estar disperso. Estar conectado al zapping genera sufrimiento porque todo se vuelve igual, pero al menos eso es una mínima conectividad, es una mínima cohesión ante la dispersión general, ante una amenaza de superfluidad, de extinguirse que nos alcanza a todos.
Por consiguiente, el desafío que se nos presenta es cómo educar al aburrido, a esa figura que se nos presenta como la figura sintomática de la subjetividad contemporánea. ¿Qué hace la escuela con el aburrido? ¿Cómo es la pedagogía del aburrido? ¿Qué se hace con este sujeto que está conectado, que está abrumado, saturado en la conexión, aunque sin embargo eso sea mejor que extinguirse en la dispersión general de la información?
Para entender un poco más sobre la figura del espectador podríamos pensar en la diferencia que hay entre la conexión como modalidad de ligadura al flujo de información, y las marcas. Las marcas constituyen la subjetividad de las sociedades disciplinarias. Para que una práctica deje un rastro, una huella, es necesario la repetición, pues la repetición deja marca. Pero para que algo se repita es necesario que el sentido de lo que se va repitiendo permanezca; si no, la práctica no se constituye en una marca.
En condiciones de fluidez nada deja marca: todo se siente pero no hay capacidad de intelección. La saturación es la experiencia de un sensorio totalmente saturado, pero a una velocidad tal que la conciencia no puede percibir de qué se trata. La experiencia del aburrimiento, de la superfluidad, de la saturación, es entonces la experiencia de un medio que no anuda, que no conecta, que no traza, que no deja huella. En este medio tan fluido, cualquier operación que induzca un sentido, que anude, que cohesione, es una operación subjetivante. Pero hay que pensar de qué se trata la ligadura, la cohesión, el encuentro, el diálogo con otro en estas condiciones de fluidez.

¿Quién cuida a la escuela?

¿Quién cuida a la escuela?
Notas sobre una experiencia de cuidados post-estatales
      Autor: Mariana Cantarelli     Data: 2003, Revista de Pedagogía Crítica de Rosario     Perfil: Artículo

Las notas que siguen buscan pensar el estatuto de los cuidados en tiempos post-estatales a partir de una experiencia que prosperó, casi sin plan previo, en una pequeña escuela de la provincia de Buenos Aires. Según unos parámetros previos a la experiencia, ésta puede ser un ensayo menor, acotado, insignificante. En definitiva, todo empieza y termina en la misma escuela. Según otros parámetros, esa misma experiencia puede ser una vía de ingreso a una pregunta bien inquietante por estos tiempos: ¿qué son los cuidados escolares cuando el estado ya no es lo que era? Para problematizar esta formulación, una hipótesis de Ignacio Lewkowicz es el punto de partida: el agotamiento del estado nación como lógica dominante implica el agotamiento de sus instituciones. Entre otras, la producción y reproducción de la subjetividad ciudadana. Ahora bien, el agotamiento del estado nación también implica el agotamiento de un modo histórico de practicar los cuidados. Pero ese agotamiento tiene, en-tre otras, una derivación irrevocable: cesa una política de cuidados estatales sin que se constituya otra, distinta en sus contenidos ideológicos pero equivalente en su función. Gran problema para una subjetividad como la nuestra, acunada y crecida en ese modelo de asistencia estatal.
Ahora bien, estas notas no pretenden probar la cesación objetiva de esas políticas en la Argentina o en alguna otra parte. Pretenden, en cambio, indagar las consecuencias de ese agotamiento a partir de una experiencia, de sus obstáculos y producciones. Dicho de otro modo, no se trata de ensayar una descripción sociológica general de una operatoria muerta sino de pensar, al pie de una situación, qué son los cuidados post-estatales.
Del descuido al cuidado o la re-invención de la escuela
1. Hace un par de años, una buena amiga psicoanalista me cuenta que el jardín de infantes al que asisten sus hijas está cerrado. Las razones del cierre me sorprenden: los baños de la escuela están sucios, muy sucios. En verdad, son una amenaza sanitaria para la comunidad escolar. Al parecer, la empresa encargada de limpiar la escuela abandonó sus funciones por-que el estado hacía un buen rato que no le pagaba. El cierre de la escuela fue decidido por el ministerio argumentando razones de salud pública, e informado por la directora del jardín en una reunión de padres con status de urgente. Durante la reunión, la posición de la directora es poco menos que contundente: “no podemos asegurar la salud pública del jardín, por eso, cerramos. El cierre, claro está, es transitorio”. La misma directora se encarga de notificar a los señores padres que el trámite por la reanudación de los servicios de limpieza fue iniciado en tiempo y en forma. Ahora, sólo resta esperar que los tiempos burocráticos no sean soviéticos sino apenas argentinos.
Ante el cierre transitorio de la escuela, se impone un inesperado descanso para las maestras. Para los padres se impone una complicación, también inesperada. La rutina familiar se altera por los sucesos en cuestión: hay que inventar, en unas pocas horas, una alternativa para el cuidado de los niños. Apenas conocida la noticia, la desesperación se apodera de al-gunos padres. Se escucha decir: “¿dónde dejamos a los chicos mañana? Yo trabajo todo el día y no tengo marido. ¡Yo no puedo faltar al trabajo! Como están las cosas, es imposible que mi marido cierre un día el negocio y esta semana rindo parciales en la facultad. Mi mamá se fue a las termas y regresa el jueves: ¿qué hago hasta entonces con los pibes?”. Si-guen las quejas.
Tras la notificación del cierre, algunos abandonan la reunión en busca de algún pariente, amigo o empleado inesperadamente útil. Son las 21 hs. del lunes: hay que apurarse porque buscamos niñera a contrarreloj.
Mientras algunos padres se van y arman planes ad hoc, otros permanecen en la sala de actos esperando una ocurrencia salvadora. Pero no se escuchan oportunas ocurrencias sino simples opiniones. Los padres más ideológicos y politizados del jardín critican el proceso de privatización de los servicios de limpieza en las escuelas públicas. Bajo este primer impulso pseudo-crítico, no tardan en desarrollarse complejos argumentos en contra de las empresas privadas de limpieza y a favor de los porteros, a esta altura, paladines de la limpieza escolar. En 10 minutos y dos argumentos más, el portero es la nueva reserva moral de las institucio-nes educativas. En 15 minutos y otros tres argumentos, las empresas de limpieza son las verdaderas responsables del crecimiento del analfabetismo en la Argentina en los últimos diez años. Mientras tanto, mi amiga y su marido calculan a toda velocidad el dinero extra que tendrán que pagarle este mes a la empleada. Cerca de ellos, se hacen cálculos del mismo tenor. Finalmente, la directora da por terminada la reunión, y los padres deciden mantenerse en contacto por mail. Muy buena idea.
2. Nuevamente me encuentro con mi amiga. No hay novedades: todavía no hay novedades de la escuela. Desde la reunión de padres convocada por la directora, pasaron 7 días; desde el inicio del trámite por la reanudación de los servicios de limpieza de la escuela, 15. En definitiva, hace una semana que los niños están en casa full time.
Frente a la sostenida postergación, un grupo de padres invita a una segunda reunión. Mis amigos son de la partida; también los padres de los compañeros de las nenas. Mientras nos despedimos, me cuenta su última impresión sobre la situación de la escuela; tal vez la más verdadera de todas las que me dijo mi amiga. Quizás por eso, esta vez lo dicho tiene otro tono, el tono de quien confiesa una percepción casi inconfesable: “para mí –me dice- no se trata de una simple demora burocrática. Creo que nos dejaron en banda”. Como la amiga es psicoanalista, uno sospecha: exceso de interpretación, sobreinterpretación, demasiada inter-pretación. Le recuerdo que no vivimos en Suiza, como si hiciera falta recordarlo; le señalo que la burocracia tiene sus tiempos y que esos tiempos no se corresponden con los tiempos vitales; le digo que pronto tendrán novedades. No sé por qué lo digo, pero lo digo. O tal vez lo diga porque, para una subjetividad estatal como la nuestra, la posibilidad de que el estado nos deje “en banda” resulta casi intolerable. Mientras mi amiga confiesa su percepción, me sobresalta una posibilidad: ¿y si la circunstancia en la que se encuentra la escuela no es una eventualidad sino una condición de afectación general? En definitiva, no les pasa a ellos sino también a usted y a mi, sólo es cuestión de tiempo. Finalmente, nos saludamos y la conversación termina allí. Pero la percepción de mi amiga me acompaña un buen rato. Ya en casa, me pregunto: ¿y si el estado no manda a nadie a limpiar la escuela? ¿qué harán los padres? Es cierto, están en banda. Estamos en banda.
3. Finalmente, hay una segunda reunión de padres. La primera parte del encuentro transita entre la queja, la confesión y el listado de complicaciones que genera el cierre de la escuela. A su modo, los padres relatan su odisea: cambio obligado de rutina, reuniones postergadas, complicaciones laborales, saturación familiar, discusiones entre esposos, presencia de parientes indeseables y sumamente necesarios en estas circunstancias. Pero los miembros de la reunión también relatan otras experiencias: gratas conversaciones entre los padres del jardín, multiplicación de encuentros entre sobrinos sin jardín y tíos con disponibilidad horaria y vincular, reiteradas reuniones infantiles en casa de los compañeros de la sala... En definitiva, el cierre del jardín produce desencuentros y encuentros. Sobre los desencuentros, no había dudas; sobre los encuentros, no había percepción. En este sentido, la maquinaria subjetiva de la reunión de padres transforma algunos hechos fácticos en cohesivos encuentros. Antes de la reunión, no había subjetividad capaz de percibir esa dimensión que se constituye post-cierre de la escuela. Por eso mismo, el registro de esas experiencias sorprende alegre-mente a los concurrentes, también a mi sofisticada amiga.
Ahora bien, la reunión autoconvocada no termina con el registro de los múltiples encuentros y desencuentros. Más bien, esto es el preludio. Casi inmediatamente, un verdadero problema se les impone a los miembros de la asamblea: “¿Podemos seguir así? Y si no nos responde el estado, ¿cuánto tiempo vamos a esperar?”. Formulada la posibilidad de que el estado y sus instituciones no respondan a la demanda –aunque más no sea como hipótesis, sobre todo como hipótesis-, algunos asambleístas sugieren investigar otras posibilidades. Como el trámite no produjo la resolución buscada -recordemos que los baños siguen sucios y la escuela continúa cerrada-, proponen intentar por otra vía y aparece la variante mediática. Según un grupo de padres, hay que denunciar en los medios lo que está sucediendo en la escuela. Sin lugar a dudas, esto agilizará los trámites burocráticos. De esta manera, se dibujan dos líneas internas entre los asistentes a la tertulia: por un lado, los partidarios de la estrategia institucional; por el otro, los partidarios de la estrategia mediática. Si los primeros buscan resolver institucionalmente la vuelta a las clases, los segundos confían –claro está, sin abandonar el camino burocrático- que la denuncia mediática de los hechos facilitará el proceso. En definitiva, si difundimos nuestro problema, algún concejal, secretario o ministro bienintencionado hallará el modo de reabrir, de una buena vez por todas, la escuela.
Instalada entre los padres la posibilidad mediática, la discusión se orienta a su implementación práctica. ¿A quién llamamos? Una madre comenta que su cuñada trabaja en la producción de El noticiero de Santo. Al parecer, una sección del programa está hecha a la medida de nuestro problema. La sección se llama Santo, el ciudadano, y la señora destaca que el caso cumple los requisitos de las denuncias promedio: hay desamparado estatal; hay víctimas, doblemente víctimas: son niños; hay sensibilidad mediática pro-educativa. Es cierto que no lo dice en estos términos pero lo dice. Según la descripción de otra señora madre, la operatoria del programa en cuestión es la siguiente: “si sos afortunado y la denuncia es elegida, Santo se pega una vuelta por tu casa y le contás el problema en el que andás”. Si bien hay vacilaciones ante la propuesta, la asamblea paterna finalmente vota la vía mediática. ¿Cuándo llamamos a Santo?
4. Los contactos con la productora aceleran la respuesta del programa del 13. Además, la situación de la escuela resulta particularmente atractiva para el canal. No se sabe por qué, pero eso entusiasma a los desdichados padres. En principio, parece una buena señal. En menos de una semana, Santo estará en la escuela. Mientras esperan el día D, las madres organizan la recepción del buen ciudadano mediático. Nueva reunión de padres. Esta vez, según la versión del marido de mi amiga, no pasa de lo meramente organizativo; por no hablar de lo meramente cholulo.
Por fin el día D. Los padres y los vecinos esperan a Santo. El periodista llega puntual y reco-rre, con un grupo de maestras y padres, las instalaciones de la escuela. Mientras tanto, conversa un largo rato con los afectados: Santo se indigna, se enoja, se lamenta por la situación de nuestros pibes. Finalmente, la nota sale por la tele. Los padres, las maestras y los chicos, también salen por la tele. Ahora, sólo resta esperar la reacción estatal ante tan sutil maniobra.
Las repercusiones de la denuncia son muchas. Llaman los parientes, los amigos, los compañeros de trabajo, los colegas: “¡Que bien salieron en la tele! Parecés más gorda. Es cierto, che, la tele engorda 5 kilos. No vi el programa de Santo, ¿lo grabaste? ¿me lo pasás?...”. Las repercusiones continúan. Llaman otros medios y los padres denuncian, una y otra vez, el estado en el que se encuentra la escuela. Como consecuencia de la demanda mediática, nace una comisión de prensa a sugerencia de uno de los padres. Sobre las consecuencias estatales de la acción mediática puesta en juego, poco y nada. Por no ser francos y decir simple-mente: nada.
5. La ausencia de respuesta estatal desalienta a los padres. Además, el fracaso inesperado de la denuncia mediática los desorienta. O más precisamente, los desorienta que la denuncia haya sido un éxito por sus efectos mediáticos pero un fracaso en términos prácticos: los ba-ños siguen sucios, la escuela continúa cerrada. Como no saben qué hacer, convocan a una nueva reunión de padres. Esta vez el salón de actos está repleto. Hay más gente que cuando vino Santo, lo que es mucho decir.
La asamblea comienza con un una suerte de balance de lo sucedido. Las primeras interven-ciones vuelven sobre la eficacia relativa de las estrategias implementadas para reabrir la escuela. Algunos padres dicen que hay que insistir con la variante institucional y que es cuestión de tiempo. Ya responderán. Un padre recuerda que los fondos estatales para la refacción de los patios de la escuela tardaron en llegar, pero finalmente llegaron. Parece que hay que tener paciencia. Otros padres apuestan a la estrategia mediática, también dicen que es cuestión de tiempo. Las posiciones transitan entre el rechazo rotundo y la atenta revisión de las fórmulas usadas.
En medio del balance, los padres más politizados del jardín hacen su número vivo: “compañeros, la lucha debe continuar. El estado debe asegurar el funcionamiento de la escuela”. La fina discusión se detiene en un argumento: la responsabilidad indelegable del estado en la limpieza de los baños escolares. Sin duda, que los baños sean de un jardín de infantes le da mayor dignidad al argumento pero, admitamos, que no mucha. Finalmente, se abre el juego y se escuchan otras voces. Entre tantas, la de la abuela de una nena de preescolar. La señora formula una pregunta sencilla, menor, casi técnica: “¿Y si nosotros limpiamos los baños? Los abuelos, los padres, los hermanos, los tíos...”. Inmediatamente, los partidarios de la indelegabilidad del estado en estos quehaceres le hacen saber a la señora de su error, también le hacen saber que no nos merecemos esta suerte y otras cantinelas del mismo tenor morali-zante. Pero la inocente pregunta que escucha la asamblea, re-orienta la discusión: como los baños de esta escuela no los limpia el estado, ¿los limpiamos nosotros?; como queremos que la escuela esté abierta, ¿limpiamos los baños?
La pregunta de la abuela relanza el pensamiento de la reunión. A partir de allí, la asamblea paterna piensa la gestión de lo que decidió: tenemos que limpiar los baños de la escuela. Ya no se trata de indagar las formas burocráticas o mediáticas de resolución del problema -después será necesario resolver qué se hace con eso- sino de definir la implementación práctica del proyecto. La pregunta por quiénes limpian se compone con otras: cómo, cuándo, con qué. Casi inmediatamente se dibuja una división social de tareas: hay que limpiar, hay que comprar los productos de limpieza, hay que reunir la plata para esas compras... Al final de la jornada, el cronograma de limpieza está resuelto. Además, hay delegados por área de trabajo y comisiones a cargo de los asuntos cardinales. En menos de una semana, la escuela estará limpia. ¿Qué tal?
6. Los padres limpian la escuela, también las maestras. Algunos pequeños se entretienen en el arenero mientras la parentela hace su trabajo. Después de limpiar, un grupo de padres juega a la pelota en uno de los patios. En el otro, una madre organiza carreras de bicicletas. Mientras tanto, las abuelas preparan algo de comer. También hay hermanos y tíos que encuentran el modo de volverse útiles para el proyecto de re-apertura de la escuela. Al final de la semana, mi amiga, su esposo y sus hijas esperan con ansiedad el retorno a las clases. Por otra parte, no son los únicos que esperan el regreso a la escuela: hay otros padres y otros niños a los que les entusiasma la misma idea.
Como consecuencia de la decisión de limpiar la escuela, la escuela se altera. También se alteran las maestras, los niños, los padres... En rigor, se alteran los modos de estar, de transitar, de habitar, de pensar la escuela. Lo que dadas las circunstancias, no es poca cosa. Sobre todo, si la causa material y primera de esas alteraciones fueron unos sucios baños.
La subjetividad que cuida la escuela
1. Hasta aquí pensamos el cierre de la escuela al pie de las asambleas. De algún modo pensamos este recorrido en sintonía con las tertulias paternas: sus tiempos y contratiempos, sus operaciones y desvíos, sus procedimientos y fugas. Como sucede cuando se trata de indagar una experiencia, hay vías suplementarias de indagación. Pero aquí importa una: ¿qué subjetividades producen los encuentros colectivos en la escuela? ¿Qué instala y desinstala el dispositivo asamblea paterna? ¿Qué resulta de pensar con otros el cierre de la escuela? Sin voluntad de reducir las configuraciones subjetivas a unos pocos tipos, se podría decir que la experiencia post-cierre produce tres modos de estar, de transitar o de habitar el problema: algunas veces esos modos están anclados al estado y sus instituciones; otras veces replican y repiten unas formas propias de los medios; en otras ocasiones, hay formas subjetivas que van más allá del estado y de los medios. En definitiva, la asamblea paterna instaura subjetividades estatales, mediáticas y post-estatales. Sobre la especificidad de cada una de ellas volveremos luego, pero a modo de anticipo se podría señalar que la subjetividad estatal supone -y tiene razones históricas para hacerlo- que es responsabilidad del estado el cierre y la reapertura de la escuela. En definitiva, el estado debe cuidar a la escuela; por otra parte, la subjetividad mediática supone que los medios son un instrumento capaz de interpelar al estado y de enfrentarlo, de una buena vez, con su responsabilidad. En definitiva, el estado de-be cuidar a la escuela; finalmente, la subjetividad post-estatal deja de suponer que el cuidado es monopolio del estado. En definitiva, el estado -o más bien, el estado post-estatal- puede dejar de cuidar a la escuela y otros, que no sean el estado, también pueden cuidarla.
2. En plan de indagar los tipos subjetivos que produce la asamblea paterna, partamos de la subjetividad estatal. Para esto, imaginemos al buen asambleísta estatal en la reunión de padres: más o menos politizado, más o menos progresista, más o menos parlanchín; imaginemos también sus supuestos, sus vacilaciones, su disposición a pensar el problema. Puesto en la asamblea, nuestro hombre arma el mapa de la situación: evalúa posibilidades ante el cierre de la escuela, analiza pro y contra, repara en la coyuntura político-electoral y sus efectos en la escuela, investiga si alguno de los padres tiene contactos partidarios, considera la capacidad de la directora en la gestión de la reapertura escolar... Después de una primera estimación general y a la luz de lo que observa en la asamblea, calcula el tiempo estimado de clausura y lo discute con otros asistentes. Más allá de los resultados variables de la estimación, los padres comparten una misma conjetura: más tarde o más temprano, el estado se encargará del asunto. Después y como efecto de transitar esta experiencia, la conjetura caerá. Pero, por el momento, la subjetividad estatal no sabe de esos contratiempos. Más bien, sabe de otros: el estado demora, tarda en responder, se desentiende momentáneamente, posterga su respuesta. O en su defecto, rechaza el pedido. Pero una cosa es que el estado demore una respuesta o rechace un pedido, y otra muy distinta que no responda. Para una subjetividad estatal promedio, esta posibilidad es impensable .
Ahora bien, nuestro buen hombre espera que el estado finalmente se encargue de su tarea. Pero como no se trata solamente de esperar, el inquieto asambleísta hace con los recursos que el mismo estado ofrece. Ante el cierre de la escuela, apela a los mecanismos burocráticos de ocasión. Sobre estos asuntos conversan la directora y los padres en la primera reunión de padres. Más allá de los detalles de esa conversación, unos y otros confían en la regularización de la situación por este camino. Para una subjetividad estatal no hay dudas: el estado debe cuidar a la escuela. ¿Y si no lo hace? Imposible; se trata de un error, de una de-mora, de un contratiempo técnico.
Así caracterizada, la subjetividad estatal se constituye en una suposición: el estado debe, el estado es responsable, el estado no puede delegar su tarea... de producción y reproducción material y simbólica de la masa ciudadana.
3. Tanto la subjetividad estatal como la mediática suponen que el estado debe asegurar el funcionamiento de nuestra escuela. Pero a diferencia de la subjetividad estatal, la subjetividad mediática apela a otras fórmulas para interpelar al estado, para recordarle sus incumplimientos, para volverlo responsable de sus funciones... Como la subjetividad mediática estima que la variante burocrática-institucional de interpelación está agotada o por lo menos lentificada, ensaya la denuncia mediática. Para esto, llaman a Santo, el ciudadano. La puesta en los medios de la falta estatal parece, en algún momento del recorrido, una estrategia más eficaz de intervención sobre el estado y sus agentes. Sean las que sean las razones que impulsan a un funcionario denunciado a cumplir (o no) sus tareas postergadas, la subjetividad mediática confía en que este mecanismo sui generis de presión tendrá capacidad de recomponer la situación.
Como se observa, si bien el camino transitado por la subjetividad estatal y por la mediática es distinto, el punto de partida es el mismo: ambos tipos subjetivos le transfieren al estado la producción y reproducción de la subjetividad ciudadana; para las dos subjetividades, el estado debe y puede reabrir la escuela cerrada. ¿Y si el estado no lo hace? Imposible, imposible de pensar por una maquinaria subjetiva que le traspasa al estado -y sólo al estado- semejante tarea.
4. Ahora bien, la experiencia en cuestión produce una subjetividad, una maquinaria de pensamiento, unos procedimientos, unas operaciones... que construyen otro modo de habitar la escuela. Pero además -y esto es lo que importa en este apartado- construyen otro modo de practicar los cuidados. ¿Qué significa esto? En principio, significa dos cosas distintas: por un lado, la subjetividad post-estatal hace la experiencia de pensar más allá del estado. O si se quiere, piensa la situación problemática sin estado. Claro está que no se trata del punto de partida sino de la disposición que resulta de estar, de habitar, de transitar una situación en la que el estado deviene incapaz de cuidar. De algún modo, la subjetividad que prospera tras el cierre de la escuela es una subjetividad que se entrega a pensar -por desesperación, por ingenuidad, por simplicidad; da lo mismo- la situación escolar a partir de la misma situación, a partir de lo que hay y no de lo que debería haber. Esta subjetividad que piensa a partir de lo que hay alberga una pregunta imposible de albergar por una subjetividad estatal: y si el estado no cuida a la escuela, ¿qué hacemos? Como efecto de albergar esa pregunta, hay posibilidad de subjetividad post-estatal. Es decir, hay una subjetividad dispuesta a pensar y a pensarse sin la metacondición estado; por el otro lado, justamente porque hay una subjetividad que piensa sin estado se altera radicalmente el estatuto de los cuidados, el modo de practicar los cuidados. Si el estado es el ente monopolizador de los cuidados, la noción de cuidado es una; si el estado es un ente -entre otros- que gestiona los cuidados, se altera la misma práctica de cuidado pero también la subjetividad que cuida. Dicho de otro modo, el agotamiento del estado nación implica el agotamiento del estado como pan-institución donadora de cuidados. Si esto es así, hay condiciones para que se construya un campo de pensamiento. Si ya no es posible suponer que el estado cuidará de nosotros en todas las circunstancias, entonces, será necesario hacerse responsable de esa tarea hasta ahora transferida o delegada ciegamente al estado. ¿Qué implica esto? No implica pensar en contra del estado sino más allá, en asociación, a pesar de, en colaboración con otros no estatales. Como empezamos a percibir, el fin del monopolio de los cuidados estatales nos invita a ensayar formas de cuidado otras. En definitiva, este recorrido quiere ser parte de ese banco de experiencias -en construcción- que buscan habitar subjetivamente los tiempos post-estatales.
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Temas sobre educación

Les envío un enlace para los distintos temas de trabajo
http://www.estudiolwz.com.ar/subjetiv/subjet.htm

Violencia y Educación



Cristina Corea
Exposición realizada el 09/9/2000 en la Universidad de Maimónides
Jornada sobre Violencia Social
Mesa sobre Violencia y Educación




 El niño actual: una subjetividad que violenta el dispositivo pedagógico


 Difícilmente exista hoy una palabra más común y más encubridora para nombrar el malestar social que la palabra violencia. Cuando esto sucede, cuando las palabras nombran algo y lo encubren a la vez, estamos ante una buena ocasión para pensar. Con la palabra violencia sucede, en principio, que todos sabemos de qué hablamos: estamos de acuerdo en que la violencia está mal, en que debe ser trata-da, apaciguada, desalojada. Sin embargo, en cuanto tratamos de precisar qué es la violencia en el discurso social, cualquier situación o episodio se nos aparece teñido de violencia. Y es allí donde se produce el encubrimiento: porque si todo hecho social es violento, la posibilidad de pensar la violencia se nos escapa como la arena entre los dedos. Es allí donde conviene fijar unos límites, precisar el sesgo de la intervención en torno a la violencia. No tanto para definir qué es la violencia, sino para decidir, en torno a un problema específico, qué es lo violento en la situación en la que se interviene para elucidarlo.

 En primer lugar, entonces, voy a situar el problema en torno al cual se produce la violencia específica que quiero tratar: el agotamiento de la infancia moderna en el contexto del discurso mediático produce la caducidad del dispositivo pedagógico. La experiencia del Estado Nación transcurre en una escuela en la cual niñez y porvenir son sinónimos. La experiencia del discurso mediático transcurre en una situación de pura actualidad sin futuro ni pasado; con niños que son figuras potentes y no ya promesas para los adultos. En el discurso mediático habitamos la velocidad y el instante, allí la lógica del relato y del tiempo en progreso son in edificables: ni mañana ni futuro, sólo la pura actualidad del ahora.
Así como no hay niñez sin mañana; no hay educación sin futuro. Sin niños-alumnos no hay maestros ni escuela. Sin infancia, la educación se convierte en un anacronismo. De modo que la aparición de una nueva subjetividad de niño, que podemos llamar niño actual, niño autónomo o niño sujeto de derechos, todas ellas figuras mediáticas del niño, violenta en su emergencia casi desmesurada el dispositivo pedagógico moderno. La tesis de este trabajo sostiene entonces que en la situación educativa actual, el anacronismo del dispositivo pedagógico respecto de las nuevas figuras del niño genera violencia.

 Desde la perspectiva semiológica, la violencia no puede ser sino discursiva. Esto significa que la violencia, en estas condiciones, es un desacople entre el enunciado y la enunciación, un desacople entre el lugar que el dispositivo pedagógico les tiene asignados al pedagogo y al alumno y el exceso con que se presenta el niño actual respecto de ese lugar. Sea porque no hay una infancia sino muchas, sea porque no hay un tipo subjetivo niño sino varios y simultáneos, sea porque el niño ya no es un ser débil, porque sabe, porque elige, porque no debe ser formado para el futuro sino que está bien pertrechado y capacitado para desempeñarse en la actualidad que habita, lo cierto es que ese tipo subjetivo irrumpe violentando el sistema de lugares que el dispositivo escolar estatal había establecido. Y lo más serio es que irrumpe no sólo para violentar el lugar de “no ser” al que el dispositivo lo había confinado: irrumpe también para deslocalizar la figura del adulto-pedagogo que se había instituido en el dispositivo; irrumpe para deslocalizar el saber que sobre los niños el dispositivo había acumulado con paciencia.
Si algo nos implicó a maestros y adultos con la infancia moderna, fue precisamente la capacidad transformadora de la educación. Pero ¿qué era transformar por medio de la acción educativa? Era transformar lo que aún no era, o lo que era de un modo rudimentario e inepto, en otra cosa: un niño en un hombre de bien. De lo que se deduce es que si el niño es ser pleno, como sucede ahora, la capacidad transformadora de la educación queda inmediatamente cuestionada. Y queda cuestionada no sólo porque la educación se concibió como transformación de lo que no era en algo razonable para el futuro, sino además, porque lo que el niño tiene de potencia actual no está producido por el discurso escolar, ni por el discurso estatal; sino que está producido por las prácticas mediáticas: lo que el niño puede, lo que el niño es, se verifica fundamentalmente en la experiencia del mercado, del consumo o de los medios: puede elegir productos; puede elegir servicios; puede operar aparatos tecnológicos; puede opinar; puede ser imagen...
Ahora bien, sin referencia a la figura del pedagogo y a la tarea educativa: ¿qué somos y qué hacemos los adultos actuales frente a los niños? Es más: ¿seguimos siendo adultos? Si los niños son autónomos, si saben lo que quieren, si pueden elegir: ¿qué se hizo de la función formativa de los adultos sobre los chicos? Y lo más serio: ¿qué tipo de responsabilidad tenemos ante los niños, cuando ya no es mostrarles el camino; proponerles modelos de ser; proporcionar-les el saber necesario para desenvolverse en el futuro? ¿cuál es la índole de la responsabilidad adulta –si es que es adulta- cuando el niño ya no es inocente; incluso cuando, llegado el caso, el niño es imputable, es decir: responsable? ¿De qué somos responsables nosotros? Las preguntas son radicales, y cualquier apuro por contestar-las está amenazado de violencia, porque corre el riesgo de cubrir, con una representación disponible pero inadecuada, la radicalidad del problema. Por lo tanto, no voy a contestar las preguntas, sino a examinar las condiciones discursivas en las cuales se formulan. Más que contestarlas, quisiera diferirlas, desplegar la serie de consecuencias que se abre al formularlas.
Voy a confrontar el discurso pedagógico y el discurso mediático en un punto que me parece decisivo para pensar el problema de la violencia como desacople entre discursos: cómo instituyen los tipos subjetivos en relación con el saber.
Ante todo, el discurso mediático, a diferencia del discurso pedagógico, no produce saber sino información. La diferencia entre saber e in-formación no es temática, sino enunciativa. Vale decir, los mismos temas pueden tratarse como saber o como información. ¿De qué de-pende? Del tipo de operaciones discursivas que se haga con unos “datos” - si es que puede llamarse así el material discursivo por fuera de una u otra operación-. Mientras el saber es la condición de enunciación del conocimiento, la información es la condición de enunciación de la opinión; mientras el saber es acumulativo, jerarquizado y textual; la información es instantánea, sin jerarquía e hipertexual. El primero se registra por medio de la escritura; la información por vía informática. Todas las operaciones del saber requieren, para llevarse a cabo, la condición de un tiempo acumulativo y la presencia de dos lugares enunciativos: uno que transmite y otro que recibe. Esto es clave porque la subjetividad instituida en torno al saber o en torno a la información es radicalmente distinta: en un caso, estamos ante la figura del maestro, del profesor o del sabio y sus necesarios correlatos: alumno, estudiante, discípulo. En la esfera de la información sólo se produce una figura: la del operador o del consumidor. En el primer caso estamos ante sujetos institucionalmente legitimados en posiciones distintas respecto de la transmisión del saber y en el segundo caso ante sujetos que pueden manejar o administrar indistintamente la información necesaria en el momento oportuno. Lo decisivo aquí es que las operaciones producen dos tipos subjetivos distintos: allí donde el saber requiere dos lugares diferenciados por la enunciación de la autoridad, la información instituye uno solo: el del operador, que se conecta a la información según sus propias necesidades. Entonces, si una situación regulada en principio por el discurso pedagógico es dominada por la lógica de la información, o si la subjetividad pedagógica es destituida de hecho por la subjetividad mediática, el desacople entre los discursos produce violencia.
El saber opera diferencias enunciativas, simbólicas y jurídicas que resultan impertinentes en la lógica de la información. Y aquí hay que tener en cuenta que estamos hablando de un saber instituido sobre un dispositivo de poder y de autoridad específico, que es el de los estados nacionales. El estado respalda las diferencias enunciativas instituidas en torno al saber que, a su vez, instauran las figuras de la autoridad. En el dispositivo pedagógico, el saber se transmite siempre desde una posición de autoridad. Pero sucede que nosotros vivimos una época de desfallecimiento del Estado; según la tesis de Ignacio Lewkowicz, historiador, asistimos al agotamiento de la potencia instituyente del estado nación. Lo cual significa que no hay posición de autoridad, legitimada desde el Estado, desde la cual enunciar el saber. Esta condición histórica afecta gravemente el dispositivo pedagógico: sin posición de autoridad los agentes del saber oscilan entre el autoritarismo y el caos; el saber, tomado por la lógica de la in-formación, se disemina en opiniones, pareceres, puntos de vista. Y la lógica de la información no requiere autorizados ni delegados; para ella no hay requisitos, ni saberes previos, ni escalafones.
El discurso pedagógico, entendido aquí como el dispositivo educativo de la infancia en el recorrido histórico del estado nación, pensó mucho sobre cómo subjetivar individuos con la transmisión del saber: pensó las prácticas, pensó las operaciones, pensó el registro, y la evaluación del saber. La pregunta es si esas prácticas y esas operaciones son eficaces en condiciones de información y no ya de saber.
¿Qué sucede, por ejemplo, cuando por automatismo del hábito tra-tamos la información como saber? Una primera respuesta –que es además una evidencia de la experiencia- es que no sucede nada; que el dispositivo pedagógico se vuelve inoperante e ineficaz en su capacidad de producir efectos transformadores. Ese terreno de inoperancia es la puerta abierta al aburrimiento, a la frustración tanto por parte de maestros como de alumnos, de grandes y de chicos. Es, desde luego, la puerta abierta a la violencia. La pregunta, vuelta a formular, es: ¿cuáles son las operaciones de subjetivación en condiciones de información y cuando la subjetividad instituida ya no es la del maestro o el sabio, ya no es la del alumno o el discípulo sino la de los operadores o consumidores?

Abandono y abuso: una representación del niño actual

Hay dos figuras que encarnan el rostro de los niños actuales: el abandono y el abuso. Con la misma velocidad con que la violencia ti-za cualquier situación social, el abandono y el abuso semantiza la violencia actual ejercida sobre los niños. La infancia de nuestros días es una infancia abandonada o abusada, se escucha a menudo. Y así, con los niños declarados víctimas tenemos cerrado el expediente. Sin embargo, también aquí conviene detenerse. Porque ambos significantes encubren a la vez que enuncian. Nadie duda de que un niño de la calle es un niño abandonado; nadie duda de que la niñez asesina, tanto como sus víctimas, son niños maltratados y abusados. ¿Pero cuánto riesgo de abandono corremos en el respeto abusivo de la autonomía infantil? ¿Cuánto abandono en el elogio de su fortaleza y de su lucidez? ¿Cuánto abuso en la explotación de la autonomía y de la responsabilidad de los niños? El abandono y el abuso son los modos comunes más representados, conocidos y digeridos de tratar al niño actual: se sabe y no se duda, se explica y se sentencia sobre la infancia abusada y abandonada. Sin embargo, como suele suceder con las representaciones, hay en ellas un exceso, un abuso: hay abuso de los términos por un exceso de saber. En el abandono, hay un exceso de representación de la autonomía infantil; en el abuso, un exceso de la representación de la responsabilidad del niño a causa de sus derechos. Allí se produce el encubrimiento: el exceso de saber encubre la imposibilidad de los dispositivos actuales de escuchar de modo genuino la voz del niño.
Cuando los niños tienen voz, pierden su inocencia y adquieren fortaleza. Los adultos corremos permanentemente el riesgo de abandono y de abuso si la relación con ellos se juega en torno al saber. Porque de esa alteridad nada sabemos. Hay que pensarla. Difícilmente alguien sepa más de los niños que el discurso pedagógico. Pero todo parece indicar que las operaciones del dispositivo pedagógico moderno: educación basada en el principio de autoridad delegado por el estado; formación para el desempeño futuro; transmisión de saber, han perdido eficacia. Quizá persistir en educarlos, en saberlos, en representarlos, en hacerlos saber a ellos incluso de sí mismos, hoy no sea otra cosa que renegar de los niños. Quizá tengamos que aprender a enseñar sin educar, a pensar sin saber, a enunciar de
modo autónomo la figura de la autoridad requerida en la situación y no la que el Estado había representado. Y de cómo alguien se autori-za sin representación: eso es hoy un niño.
Referencias bibliográficas:
Cristina Corea, Pedagogía del aburrido, Revista Palabras. Letra y cultura de la región N.E.A. Nº1, Bs. As., Primavera de 1995
Cristina Corea; Ignacio Lewkowicz ¿Se acabó la infancia? Ensayo sobre la destitución de la niñez. Bs. As., Ed. Lumen-Humanitas, 1999
Oximoron, La historia desquiciada. Tulio Halperin Donghi y el fin de la problemática racionalista de la historia., Bs. As., Ed. Ignacio Lewkowicz y otros, 1993