sábado, 23 de abril de 2011

Escuela y Ciudadanía, Pedagogía del Aburrido

Cap. 1: Escuela y ciudadanía.*

La escuela ya no es lo que era. Sobre esto no hay dudas. Pero las dudas prosperan en cuanto se intenta pensar ya no lo que era si no lo que es. Resulta sencillo responder qué es la institución escuela si suponemos que esa institución apoya en un suelo nacional y estatal. Pero desvanecido ese suelo, agotado el Estado-nación como metainstitución dadora de sentido, ¿cuál es su estatuto? ¿En qué consiste la actualidad escolar? Para responder estas preguntas empecemos por precisar la naturaleza de las instituciones -entre ellas, la escuela -  y la subjetividad que instituyen en tiempos de Estado-nación.

LA ESCUELA COMO INSTITUCIÓN
I
Cada sistema social establece sus criterios de existencia. En los Estados nacionales, la existencia es existencia institucional y el paradigma de funcionamiento son las instituciones disciplinarias.[1]
En este sentido, la vida institucional y social transcurre en ese suelo – es decir, en la familia, la escuela, la fábrica, el hospital, el cuartel, la prisión-. Ahora bien, estas instituciones apoyaban en la metainstitución Estado-nación. Y ese apoyo era el que les proveía sentido y consistencia integral. Pero la articulación institucional no terminaba ahí. Los dispositivos disciplinarios (la familia y la escuela, por ejemplo) organizan entre sí un tipo específico de relación. Deleuze en “Posdata sobre las sociedades de control” denomina a esa relación analógica. Este funcionamiento, que consistía en el uso de un lenguaje común por parte de los agentes institucionales, habilitaba la posibilidad de estar en distintas instituciones, bajo las mismas operaciones. Dicho de otro modo, la experiencia disciplinaria forjaba subjetividad disciplinaria.
Ahora bien, esta correspondencia analógica entre las marcas subjetivas producidas por las instituciones era la que aseguraba la relación transferencial entre ellas. Así, cada una de las instituciones operaba sobre las marcas previamente forjadas. De allí provenía su eficacia. La escuela trabajaba sobre las marcaciones familiares; la fábrica, sobre las modulaciones escolares; la prisión, sobre las molduras hospitalarias. Como resultado de esta operatoria, se organizaba un encadenamiento institucional que aseguraba y reforzaba la eficacia de la operatoria disciplinaria.

II
Resta decir que el tránsito por las instituciones disciplinarias causaba las operaciones necesarias para habitar la metainstitución estatal. De esta manera, el Estado-nación delegaba en sus dispositivos institucionales la producción y reproducción de su soporte subjetivo: el ciudadano. Pero, ¿qué es un ciudadano de los Estados nacionales? ¿Cuáles son los rasgos distintivos de esta subjetividad producida por las instituciones disciplinarias? ¿Cuál es la relación entre escuela y ciudadanía en tiempos nacionales?
El ciudadano es el tipo subjetivo resultante del principio revolucionario que postula la igualdad ante la ley. Es el sujeto constituido en torno de la ley. Ahora bien, esta producción en torno de la ley se apoya en dos instituciones primordiales: la familia nuclear burguesa y la escuela. La escuela, en tándem con la familia, produce los ciudadanos del mañana. La subjetividad ciudadana se organiza por la suposición básica de que la ley es la misma para todos. Si alguien puede lo que puede y no puede lo que no puede, es porque todos pueden eso o porque nadie puede eso.
El ciudadano como subjetividad es reacio a la noción de privilegio o de ley privada. La ley es pareja: prohíbe y permite por igual a todos. Por supuesto, a algunos el aparato judicial les va a permitir un campo de transgresiones, pero eso se relaciona más con el aparato judicial concreto que con la institución básica que es la ley. El ciudadano es un individuo que se define por esta relación con la ley. Es, en principio, depositario de la soberanía, pero ante todo es depositario de una soberanía que no ejerce. La soberanía emana del pueblo; no permanece  en el pueblo.
Para ser ciudadano de un Estado-nación hay que saber delegar la soberanía. El acto ciudadano por excelencia es el acto de representación por el cual delega los poderes soberanos en el Estado constituido. Y para poder delegar, el ciudadano tiene que estar educado. Es decir, se  trata de educar las capacidades de delegación. ¿Qué es, en este caso, “educar las capacidades de delegación”? Es forjar la conciencia nacional. El sujeto de la conciencia, que había sido instituido filosóficamente dos siglos antes, deviene sujeto de la conciencia nacional a partir del siglo XIX. Es el aparato jurídico el que exige que los ciudadanos se definan por su conciencia.
Ahora, ¿cómo se ejerce esta soberanía? Cuando la Revolución Francesa estalla, se plantea el siguiente problema: la soberanía emana del pueblo, pero ¿cuántos pueblos hay? No se los puede definir por la raza, por la religión ni por la lengua. Porque se encontrará que un mismo pueblo habla en dos lenguas o que dos pueblos distintos hablan la misma lengua. Lo mismo sucede con la raza; otro tanto, con la religión.
La institución propia de los Estados nacionales para definir ese ser en conjunto que es el pueblo es la historia. La historia es una institución del siglo XIX que establece que un pueblo es tal porque tiene un pasado en común. El fundamento del lazo social es nuestro pasado en común. Es una institución sumamente poderosa porque, en la medida en que el pueblo se define por su pasado en común, la historia deviene el reservorio de las potencias. Y la elección política dependerá de cuál de las potencias contenidas en germen en el pasado nacional es llevada al acto. Se entiende que, si un pueblo se define por un pasado en común, si ahí está su identidad y sus posibilidades, entonces la política no puede ser otra cosa que transformar en acto eso que era en potencia en el pasado nacional. Ahí radica el fundamento de la solidaridad entre historia y representación. El soberano se hará representar a partir de una comprensión del ser en común como determinado por su historia. Entonces, deviene ciudadano.

III
La sociedad de vigilancia es un tipo de sociedad en la que se distribuyen espacios de encierro. La subjetividad se produce en instituciones que encierran una población homogénea y producen el tipo de subjetividad pertinente para ese segmento social. En la superficie del Estado se distribuyen círculos que encierran a la población en distintos lugares. El paradigma de este tipo de sociedad es la prisión. Pero la familia, la escuela, la fábrica, el hospital, el cuartel y la prisión tienen la forma de un punto dentro del cual se aloja una población homogénea: niños, alumnos, obreros, locos, militares, presos. Esa población homogénea se produce como tipo específico mediante las prácticas de vigilar  y castigar bajo la figura del panóptico. Se los mira, se los controla, se anota la normalidad, se castiga la desviación, se apuesta permanentemente a normalizar a los individuos dentro del espacio del encierro.
Por ejemplo, la normalización estándar de los chicos en la escuela es tan sutil y tan precisa que cada niño queda individualizado por su desviación respecto de la norma. Hasta la aparición de la escuela moderna nunca hubo un espacio donde se pudiera observar a los niños de la misma edad, todos juntos, aprendiendo y haciendo cosas, y viendo los ínfimos grados de diferencia entre uno y otro, y menos aún se ha visto un espacio que convierta esa desviación en identidad, individualidad, personalidad. Se entiende que se requiere el dispositivo experimental para poder describir una normalidad. Así, las sociedades de vigilancia se pueden caracterizar como sociedades en las que se tiende a normalizar a los individuos en espacios de encierro.
Estos espacios de encierro tienden hacer coincidir la clasificación lógica con la distribución espacial. Nosotros dibujamos un conjunto como un círculo que encierra a todos sus elementos, pero en realidad no tiene por qué estar juntos. Un conjunto es una colección de términos que verifican una propiedad; pero pertenecer lógicamente a un conjunto y estar topológicamente dentro de un lugar no son sinónimos. Pertenecer y estar dentro  sólo son sinónimos en la lógica del encierro: pertenecer al conjunto de los niños es estar encerrado en la escuela; pertenecer al conjunto de los trabajadores es estar encerrado en la fábrica.
El pensamiento estatal tiende a distribuir a la población en lugares, en instituciones. Como figura, la institución no es una figura genérica de la humanidad sino del Estado-nación, sobre todo la institución como productora de subjetividad de un conjunto de términos que se homogeneizan por pertenencia. La vigilancia y el castigo producen normalización.

IV
Partamos de una aseveración de Nietzsche, una afirmación radical, y tratemos luego de avanzar sobre nuestra situación actual. En la serie de conferencias Sobre el porvenir de nuestras escuelas, Nietzsche muestra que existe un nexo evidente entre la educación y la utilización de la fuerza de trabajo intelectual por parte de la sociedad para sus propios fines. Estos fines consisten en producir un tipo de individuo que se “revele lo antes posible como un empleado útil y en asegurarse de su máximo rendimiento incondicional”.
Ahora bien, esta difusión cada vez mayor de la cultura, según el ideal de la ilustración de educar al soberano, resulta ser a los ojos de Nietzsche un propósito de opresión y explotación que aparece como un correlato de la economía política tomada en un sentido amplio. Analicemos esta cuestión: la difusión cada vez más amplia de la cultura representaba, para Nietzsche, uno de los “dogmas preferidos de la economía política de esta época nuestra”.
¿Qué puede querer decir lo anterior? En primer lugar, debe observarse que la lógica del capital – que es la de una economía ya sin política en nuestra época – implica la difusión cada vez mayor y a escala ampliada de los productos como mercancías. En este sentido, la fuerza-trabajo intelectual debe estar al servicio de esta circulación cada vez mayor de las mercancías, que no significa otra cosa que el proceso de valorización del capital. Pero sería muy rústico si todo el asunto pudiera reducirse a esta imagen.
Porque, en segundo lugar, lo que es necesario ver es la existencia de una especie de economía política del signo, en la que las significaciones son producidas y controladas a través de un proceso de codificación que intenta hacer equivaler tales o cuales significados para los significantes dados. Esto podría ser considerado con mayor detenimiento pero, a los fines de la argumentación, lo dicho puede ser suficiente. Lo que nos interesa marcar es el funcionamiento de una misma lógica social que se presenta como un inmenso arsenal de mercancías pero también como un inmenso arsenal de signos. En ambos casos, la posición que se propugna para los individuos es ser consumidores. De este modo, la reproducción ampliada del capital, el hecho de que el mercado se imponga como modelo universal para el consumo, va de la mano con la difusión cada vez mayor de la cultura entendida como proceso de significación. Así, la lógica mercantil hace que todo pueda ser consumido como mercancía, incluso la cultura, y, por supuesto, también la educación.
Pero esta idea del acceso a la cultura o a la educación para todos es propia de la modernidad: lo que subyace en esta concepción es la idea de un saber del hombre, de unas ciencias humanas que suponen una esencia humana cognoscible. De lo que se trata, entonces, es de desarrollar estas prácticas de modo tal que el conjunto de los que biológicamente son hombres sean también hombres en y por las prácticas sociales instituidas en el mundo burgués: libertad e igualdad (la fraternidad puede esperar, al parecer). Este mismo interés puede observarse en la preocupación que se desarrolla en la modernidad en el plano de la salud, que no sólo implica la atención médica sino todo un saber acerca del cuerpo del hombre. Podríamos nombrar también, en esta enumeración, el modo en que se organizan las prácticas punitivas, su saber psiquiátrico-judicial acerca del hombre para rectificar, corregir a quien se ha desviado, etc.
Ahora bien, este interés por el hombre, el complejo de discursos, saberes, prácticas e instituciones entorno al hombre de la modernidad, constituye un modo de control, de dominio, de poder que se desarrolla en la modernidad y que tiene que ver con la idea de hacer útiles a los individuos para la sociedad, es decir, hacerlos utilizables para los propios fines de la sociedad.
Esa modalidad puede verse claramente en la función de la escuela moderna. Aun con las nuevas técnicas, o nuevas formas, que apuntan al proceso de aprendizaje y al desarrollo de las propias capacidades del educando, el examen sigue funcionando como una instancia de control y duplicación de un saber adquirido.

 […]
…cuál es la función que la modernidad le asignó a la escuela. A saber: generar hábitos de disciplinamiento y de normalización de modo tal que su paso por allí genere seres útiles para la sociedad, es decir, dispuestos a ocupar los lugares debidos de manera incondicional. Se me ocurre que pueden implementarse nuevos contenidos y nuevas formas, que se pueden intentar reformas para llevar a cabo prácticas educativas muy interesantes, pero en definitiva la forma moderna de la escuela apunta al desarrollo de una cierta disciplina, disciplina que tiene que ver tanto con el ejercicio del control propio de toda institución como con el desarrollo del aprendizaje.
Pero vayamos a un punto más básico: el concepto de hombre. Han aparecido nuevas prácticas que comienzan a dar otro sentido a la noción práctica de hombre, es decir, esta surgiendo una nueva definición  ontológica de ser hombre. Sin embargo, las ideas filosóficas sobre qué es el hombre siguen siendo las de la modernidad, de modo que lo que existe es algo así como un “concepto práctico” de hombre que no cuaja, no se adecua a ninguna de las ideas filosóficas conocidas. Lo que ocurre es que se sigue respondiendo a la pregunta acerca de qué es el hombre o bien con las ideas de la modernidad o bien con las de la posmodernidad, las que, en rigor, sólo son un espejo en negativo de las ideas modernas. Hoy en día, roto el espejo positivo moderno, sólo queda espejado lo negativo de la modernidad: eso es la posmodernidad.
Ahora bien, este “concepto práctico” de hombre podría significar que sólo es hombre aquel que se inserta en las redes del mercado, quien participa del conjunto de los consumidores, quien se ve reflejado y se espeja en una pantalla de televisión, quien accede a la salud. Si este conjunto es de 10 millones, 15 millones, o si sobran 10 millones, poco importa en esta nueva concepción práctica. Si esto es así, en algún momento seguramente se intentará delinear un concepto con la claridad filosófica que se merece. Mientras tanto, la vieja idea de educar al soberano sigue vigente, aunque las prácticas sociales son otras actualmente, y tan distintas que hasta se tornan disolutivas de los conceptos de la modernidad. Sin embargo, con nuestra vieja y querida idea de educación estamos intentando dar cuenta de una situación en la que la humanidad ya no es el conjunto de todos los humanos “biológicamente” definidos. Mientras tanto, quienes todavía permanecemos en el mercado y la cultura actuamos como si ése fuera el conjunto de hombres libres, iguales y fraternos, es decir que seguimos pensando desde los ideales de la modernidad, salvo que no todos los hombres forman parte ahora de esta humanidad en la modernidad tardía.
En este contexto con nuevas prácticas emergentes, la escuela – y todo lo que ello implica: institución, jerarquías, profesores, alumnos, exámenes – intenta seguir apuntando hacia la humanidad en su sentido clásico, pero en las prácticas efectivas sólo una parte de esa supuesta humanidad cae bajo la órbita de la educación de la modernidad. Con la idea de progreso del iluminismo, la educación aparecía como una forma fundamental de volver útiles a los individuos. Caída la cuestión del progreso por su imposibilidad práctica, ¿sigue siendo la escuela un lugar que vuelva útiles a los individuos para la sociedad?, ¿se resignifica su función?, ¿qué queremos hacer nosotros con todo eso?

V
Bajo la hegemonía política del Estado-nación, el discurso histórico determinó los procedimientos considerados válidos para producir verdad, pero también funcionó como dispositivo central en la producción y reproducción del lazo social nacional. Aquí importa centralmente lo segundo.
El siglo XIX es el siglo de Hegel y, desde su intervención en la cultura, se asume que el ser es en tanto que deviene. Todo el devenir se convierte en Historia o, si se quiere, es susceptible de ser historizado. Desde Hegel – dice Chatêlet, la determinación de las esencias es asunto de historiadores. La Historia pasa no sólo a detentar su sentido, sino el de todos los fenómenos. Es decir que el mundo se hace inteligible a partir de  su devenir histórico.
Con la intervención de Hegel, la hegemonía del discurso histórico queda instituida. A saber: por un lado, conocer – de aquí en más – es conocer históricamente. Se historizan las filosofías y las ciencias, se historiza la política, se historiza la cultura toda. Por otro lado, la consistencia colectiva de un pueblo – también a partir de aquí – descansa en la ficción ideológica de un pasado común que hace lazo en el presente.
Ahora bien, a partir del siglo XIX y durante la hegemonía política del Estado-nación, ¿cuál es el fundamento del enlace social?, ¿qué es lo que produce lazo nacional? Lo que produce lazo nacional, asegurada la eficacia práctica del discurso histórico[2], no es el pasado en común de un pueblo. Un pasado común puede no implicar un presente común, tampoco un futuro común. Los cortes, las rupturas, las separaciones son irrefutables confirmaciones de este enunciado. Lo que produce lazo nacional, entonces, no es el pasado en común sino el discurso historiador que instituye ese pasado como común en el presente. El discurso histórico produce, desde su hoy, ese pasado como común a partir de la sustancialización de la nación. Es decir, a partir de la institución de la nación como significación sustancial o, si se quiere, eterna. De esta manera, el discurso histórico interviene constituyendo la memoria práctica del Estado-nación.
Un lazo social no es la realización de unos contenidos discursivos, sino el efecto de una práctica discursiva en una situación determinada. Asegurada la hegemonía cultural del discurso histórico, su inscripción práctica produce y reproduce lazo social nacional.  ¿En qué consiste la inscripción práctica del discurso histórico durante la vigencia política del Estado-nación? ¿Cuáles son las formas prácticas que adquiere la memoria del Estado-nación?
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La enseñanza de la historia se ha convertido en un dispositivo central en el proceso de producción y reproducción de lazo social nacional. Es a través del relato ordenado de los hechos que han conformado la nación como se instituye la continuidad entre pasado, presente y futuro. No es el pasado lo que hace lazo en el presente, sino la narrativa histórica la que produce tal operación subjetiva. Es decir que lo que produce identidad nacional en condiciones de hegemonía política del Estado-nación es la operación sustancialista organizada desde la narrativa histórica.
Pero la escuela cumplía en este aspecto todavía un papel limitado, pues no alcanzaba a incorporar a la creciente población infantil. A la baja escolaridad, se agregaba el hecho de que la historia se enseñaba únicamente en los grados superiores, a la que sólo accedía una reducida proporción de estudiantes. Frente a estas condiciones, se trató de intervenir a partir de otra serie de dispositivos prácticos. A saber: la construcción de ámbitos como plazas o museos, la ritualización de celebraciones escolares y la realización de manifestaciones patrióticas extraescolares, la definición y precisión de los símbolos patrios, etcétera.
[…]
Otro recurso central de intervención en la consistencia del lazo social nacional remite a los símbolos patrios o, más precisamente, a su definición e imposición social, es decir, su uso obligatorio. La reglamentación buscaba la diferenciación para la identificación y resaltar la enseña nacional por sobre las particulares o de otros Estados nacionales.
Con esto intentamos precisar sólo algunos de los modos que adquiere la inscripción práctica del discurso histórico durante la vigencia política del Estado-nación. Estos recursos materiales, significados por el discurso histórico, adquieren sentido social como registros de la memoria del Estado-nación. De ahí se derivan identidad y ciudadanía: de la relación entre la escuela y la historia.



* Artículo para una clase virtual en FLACSO, 2002.
[1] Sin mayores precisiones, tomamos aquí por disciplinaria cualquier institución que satisfaga estricta o laxamente ciertos requisitos. Según Michael Foucault (1989), los tres procedimientos constitutivos de las instituciones disciplinarias o de encierro son: la vigilancia jerárquica, la sanción normalizadota y el examen.
[2] Una intervención es la eficacia práctica de una interpretación. La interpretación es una fuerza, la eficacia de una interpretación es la capacidad de intervenir en el campo de la cultura y modificar el universo de las significaciones sociales. La intervención de una interpretación queda asegurada a partir de la organización de un conjunto de dispositivos materiales capaces de forzar el ingreso de ese sentido en una situación. La intervención del discurso histórico, durante gran parte de los siglos XIX y XX, quedó asegurada por la hegemonía política del Estado-nación. Agotado éste – en la actualidad estamos situados en esa experiencia – la eficacia práctica del discurso histórico queda alterada.

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