miércoles, 13 de abril de 2011

Pedagogía del aburrido


Pedagogía del aburrido
Autor: Cristina Corea
Data publicación  Revista Palabras. Letra y cultura de la región N.E.A.
No. 1, Buenos Aires, 1995
Perfil:  Artículo
Se advertirá en el título la alusión a la Pedagogía del oprimido, de Paulo Freire, texto
que marcó la experiencia militante en la educación de los años setenta. Si bien es
inevitable que hoy la alusión carezca del tono grave del homenaje, quizá la ironía
impida condenar al texto a convertirse definitivamente en un género -como el
homenaje- tan propio de la institución escolar. La burla, lejos de impugnar el texto, le
impone una distancia -se verá- necesaria. Este trabajo quiere retomar esa experiencia.
Retomarla, mas no repetirla. Confío en que mis palabras aclaren el sentido de ese
equívoco aparente.
Voy a tratar un aspecto de la relación de los adolescentes con los medios masivos: de
los efectos que sólo son visibles en la práctica docente universitaria. Trabajo como
docente en varios de los ciclos introductorios universitarios de instituciones públicas y
privadas.
Lo que sigue es la reflexión que se inició como un intento de tomar las dificultades que
surgían en esa experiencia.
La primera premisa para pensar las dificultades de una práctica es implicarnos como
sujetos de esa práctica. No se tratará de los "problemas de los alumnos"; sino de un
malestar que nos concierne en tanto individuos implicados en la práctica docente. Que
estemos en posición de docente o de alumno poco importa: los síntomas del malestar
emergen en la práctica misma y es allí donde estamos llamados a hacer algo.
Pero ¿qué síntomas? Difícilmente un docente no se reconozca en la descripción que
sigue.
Para empezar, la queja: los alumnos no estudian; no entienden lo que leen; escriben
cualquier cosa; no tienen interés en el conocimiento, no saben por qué han elegido la
carrera que eligieron...
Hay una sensación compartida, creo, por casi todos los docentes: con el paso de los años
-digamos, desde fines de la dictadura hasta ahora- el criterio de evaluación se fue
modificando prácticamente -insisto en lo de prácticamente-: el diez en realidad es un
ocho, el siete un cinco y el cuatro es muchas veces un aplazo sensibilizado que reconoce
el derecho a la educación.
Y el síntoma en los alumnos: el aburrimiento, la ausencia -el desinterés-, las dificultades
para escribir y estudiar (entiéndase: leer e interpretar textos): "no me queda"; "no
entiendo lo que leo"; "te lo dije con mis palabras y vos no me entendés".
Son un clásico los diálogos post-parcial, donde el alumno "corrige" oralmente lo que
dijo por escrito -cuando, se sabe, lo que se evalúa es lo que efectivamente se escribió-.
Es como si el cuerpo no pudiera retirarse -condición de la escritura- a riesgo de una
catástrofe del sentido. Catástrofe que significa, ni más ni menos, la ausencia de una
inteligibilidad mutua: se discute, en definitiva, sobre la naturaleza del sentido. Según los



docentes, el sentido debe quedar inequívocamente fijado en los signos del texto escrito;
para los alumnos, el sentido es un discurrir permanente: como si para ellos el parcial no
terminara nunca; como si el comentario interminable sobre lo que quisieron decir
formara parte del parcial mismo.
Si se observa la ambigüedad como un déficit de la escritura, allí están sus autores para
recordar, una vez más, que "está dicho"; vale decir, presupuesto. En ese contexto, la
discusión demanda un esfuerzo práctico inmenso para poner a dialogar códigos
realmente diferentes. Diálogo que, en la mayoría de los casos, no es más que dos
monólogos yuxtapuestos.
Todo esto angustia o irrita, cuando no nos deja indiferentes; sensación que a veces se
teme cercana al desprecio.
Ahora bien. ¿Cómo tomar partido en el problema? Nuestra experiencia nos muestra que
la vía más activa es la interpretación. Tal estrategia requiere, en primer lugar, que
consideremos las perturbaciones manifiestas en la práctica docente en términos de
síntoma; en segundo lugar, que dejemos de pensar el problema en términos de personas
o individuos -ni profesor, ni alumno- para ponerlo en términos de discurso. "Síntoma"
será entonces el nom-bre del desacople entre dos discursos que atraviesan la actual
experiencia posmoderna de la docencia: el discurso pedagógico y el discurso
massmediático (vale decir, la red intertextual configurada por la tele, la radio, diarios y
revistas.
Hubo un momento de esta historia en que dejamos de pensar las dificultades de lecto-
escritura de los alumnos -y su consiguiente influencia en los procesos de comprensión-
en términos de deterioro para empezar a interrogarlas en términos de síntoma. La idea
de deterioro alude a la traición de una expectativa: la del dispositivo escolar, que
construye ese horizonte de expectativas como espera de cierto ideal. El deterioro alude a
una espera decepcionada. Esa decepción es la que da lugar a la queja, escuchada
sistemáticamente en la Institución Pedagógica. Si la estrategia es interpretar el síntoma,
dejamos de escuchar a las personas para hacer hablar a los discursos y a las prácticas.
Esa posición nos impone pensar una serie de cuestiones.
Por un lado, cuáles son las variaciones discursivas y prácticas que se están operando en
la cultura y qué consecuencias tienen en la constitución de nuestra actual subjetividad.
Por otro, cuál es la naturaleza de los discursos que atraviesan hoy la práctica docente y
qué con-secuencias tienen sobre su eficacia.
Se ve entonces que el análisis en términos de deterioro o la interpretación en clave de
síntoma da lugar a dos estrategias distintas. La primera es una estrategia de recuperación
de lo perdido; se afianza en lo conocido, insiste en su retorno; impide así que se escuche
la novedad que insiste -sintomáticamente, ya que no se registra- produciendo trastornos.
La estrategia de la interpretación quiere tomar esa insistencia molesta y hacerla producir
-vbgr., poner condiciones para escucharla-; es un intento de hacer advenir un término
nuevo a la situación en que interviene. Por consiguiente, no hay síntoma si no hay
lectura de sus efectos.
Nuestra estrategia se propone leer los efectos del desacople donde éste efectivamente se
produce y no dar cuenta de sus causas. En ese sentido, no está de más señalar que lo que



aquí se sostiene del discurso massmediático y del discurso pedagógico es válido sólo
para esta situación sintomática en que se interviene, en la que se vive un malestar.
Para empezar vamos a partir de una tesis, que ya fue demostrada por alguien en otro
lado. La transformación del estado-nación en estado técnico administrativo tiene un
correlato muy fuerte en la variación de la subjetividad: el ciudadano, sujeto de la razón,
da paso al consumidor, sujeto de la imagen. La imagen es el fundamento del lazo social
posmoderno. Postulamos que en nuestros días es el discurso massmediático el que da
consistencia al lazo social. La subjetividad dominante hoy está constituida, básicamente,
por la práctica del consumo y representada por (y en) el discurso massmediático. Me
propongo analizar las consecuencias que trae asumir estos postulados con relación a la
actual situación de enseñanza.
Está claro que la escuela pública -institución paradigmática de la modernidad- es uno de
los soportes fundamentales del estado-burgués moderno. Está claro también que el tipo
de subjetividad que producen las instituciones modernas es el ciudadano, sujeto de la
conciencia. Recordemos a título ilustrativo el lema de nuestra escuela pública: "educar
al soberano".
Ahora bien, si el sujeto se constituye atravesado por los discursos que organizan la
experiencia cultural de una época, resulta que los actuales sujetos involucrados en la
práctica pedagógica están constituidos fundamentalmente por el discurso massmediático
y la práctica del consumo. Aquí se produce un desfasaje, porque mientras la institución
pedagógica basa su eficacia en la suposición de que en el fundamento de sus prácticas
hay sujeto del conocimiento, el discurso massmediático y el consumo suponen,
prácticamente, otra cosa: que hay imagen. Dicho de otro modo: la institución escolar
supone un sujeto que ya no está; o que no está supuesto ni provisto por el discurso
hegemónico. En las prácticas culturales posmodernas -comunicación, consumo, nuevas
tecnologías- la imagen ha desalojado prácticamente al sujeto de la razón.
El supuesto es decisivo porque garantiza la coherencia discursiva; organiza la
coherencia situacional de las prácticas y enunciados reconocidos pragmáticamente bajo
su dominio. El supuesto, en la medida en que es implícito, funciona como si existiera un
acuerdo previo entre los sujetos involucrados en una situación, lo que le otorga su
consistencia imaginaria.
Por consiguiente, una de las condiciones de la eficacia de un discurso reside en la
existencia práctica y situacional de acuerdos sobre sus supuestos. Tenemos entonces una
fórmula del funcionamiento del supuesto: acuerdo implícito y de hecho sobre el
implícito.
Estos pactos sobre el implícito, en la medida en que son eminentemente prácticos, son
provisionales. Vale decir, duran lo que dura la hegemonía de las prácticas. Así, prácticas
típicamente modernas, como la política de representación, la pedagogía, la lecto-
escritura, etc. -basadas en el supuesto del conocimiento- produjeron la consistencia del
sujeto de la conciencia.
Otra condición de la eficacia de un discurso es que su interpelación sea eficaz. Esto es,
que el acto por el cual un discurso invoca a un sujeto como miembro de una institución
tenga como resultado la inclusión del individuo en el lugar institucional que le está



destinado: alumno, docente, modelo publicitario, periodista, etc. -para nombrar las
subjetividades que están en hoy en juego-.
Hay eficacia de la interpelación si hay reconocimiento: si el discurso reconoce al
individuo como miembro de la institución; si el individuo se siente reconocido en la
imagen que el discurso le propone. Si falta el reconocimiento de alguna de las partes, la
interpelación ha fracasado. Un síntoma de ese fracaso es la indiferencia.
Yo pensaría la ineficacia de la interpelación pedagógica en estos términos: los
individuos no responden al llamado del discurso en tanto que alumnos -sujeto supuesto
por el discurso pedagógico-, sino en tanto que modelos publicitarios, entrevistados,
encuestados -sujeto real de la cultura-. Se produce un desacuerdo entre el sujeto
imaginado por el discurso pedagógico y el sujeto real constituido por las prácticas
hegemónicas cotidianas. En otras palabras: cambiaron radicalmente las condiciones
culturales en que se ejerce hoy la pedagogía.
Tomemos una situación ejemplar del discurso pedagógico: la evaluación. El momento
de la evaluación es "la" instancia de reconocimiento del discurso pedagógico; la nota -
como opera-ción- transforma al individuo en sujeto-alumno del discurso. No interesa si
el alumno alcanzó o no los objetivos; el enunciado declara la pertenencia del individuo a
la institución: hay reconocimiento. El individuo se identifica con el supuesto sujeto del
conocimiento, o tiene que esforzarse todavía más para alcanzar el ideal -aún ignora el
conocimiento-.
Ahora, si el sujeto supuesto no coincide con el sujeto real de las prácticas, el enunciado
no toca al individuo; esta forma de reconocimiento no es pertinente para este individuo
que, seguramente, se siente reconocido en otro lado, por otro discurso, en otra
interpelación. La respuesta -sintomática- es la indiferencia, el aburrimiento, la abulia.
Desde el interior de la institución pedagógica esto se percibe con la sensación de que: "a
los chicos de hoy no les interesa el saber; carecen de curiosidad, de espíritu crítico",
etcétera, etc., etc. En fin, queda la sensación, para la institución pedagógica, de que
cultura y saber no constituyen para ellos un capital simbólico.
La pregunta que cabe es qué instancia de reconocimiento le disputa hoy eficacia al
discurso pedagógico.
Como todo sujeto ideológico, el sujeto de la imagen se constituye en una interpelación.
¿Quién interpela al individuo en tanto que imagen? El discurso massmediático -y
sospechamos que la instancia de reconocimiento pertinente aquí es la entrevista o la
encuesta de opinión. Se ve que la entrevista también dispone, como la situación de
examen, de un dispositivo que involucra a dos sujetos, uno en posición de interrogar y
otro en posición de responder. Pero ¿cuál es el estatuto de la pregunta periodística, y
cuál el de la pedagógica? En ambos casos, no se trata de un interrogador que duda. Se
interroga para constatar el supuesto del discurso y confirmar allí al sujeto interrogado.
Lugar común, se dirá, en la medida en que es compartido por todos los individuos
confirmados por el discurso en cuestión. Pero se advertirá que el discurso mediático y el
discurso pedagógico confirman a los sujetos en lugares distintos: la imagen y el
conocimiento, respectivamente. Esto es: la interpelación massmediática desaloja
prácticamente al sujeto pedagógico. Ambos sujetos no pueden ser confirma-dos en un
lugar común.



De este modo los ya catalogados "problemas de comprensión y de lecto-escritura"
reaparecen como síntoma del desacople discursivo en la situación de evaluación
pedagógica.
Veamos un poco la naturaleza de estos dos discursos en juego. Los llamaré discurso de
la letra y de la imagen . El primero establece entre sus unidades relaciones basadas en la
"recuperación" de los elementos para producir sentido. Esa recuperación, asociada al
carácter lógico-temporal de la secuencia -operaciones de "puesta en cadena"- instituye
la memoria. La temporalidad así instaurada es una sucesión progresiva: un término
sucede a otro pero no lo sustituye; lo conserva en la construcción global del sentido. Las
unidades viven de la permanencia: los renglones escritos están a disposición del lector,
que puede ir y venir sobre la textura del enunciado cuantas veces quiera.
Por otro lado, las relaciones de solidaridad entre unidades están asociadas a un rasgo
propio del discurso de la letra: la clausura. Esa clausura -que no atañe al agotamiento
del tema- es una indicación de que el enunciado espera una réplica -otro enunciado;
incluso el silencio-. Es decir que en este tipo de discursos la clausura del enunciado
funciona como un pedido de respuesta. Un texto así genera un lector-réplica.
El discurso de la imagen es un discurso sin clausura y este rasgo, asociado a la lógica de
sustitución sin resto de sus términos, es el principio que organiza la serie. La
temporalidad que instaura la lectura de la imagen es una temporalidad del instante. En la
lectura de la imagen la memoria es un excluido estructural.
Este discurso prescribe entre sus términos reemplazos sin recuperación: el término que
pasó no permanece localizable -"en el renglón de arriba"- sino que cae en una especie
de no ser. Una imagen sucede a otra y ésta a otra; pero la construcción de sentido no
depende -al menos no estrictamente- de la remisión de unas unidades a otras. Un
término y el siguiente tienen algo que ver, pero no puede establecerse lógicamente qué
tienen que ver.
El lector que supone la serie sin clausura es un lector-espectador: asiste a una escena
montada por el discurso pero no interviene en calidad de sujeto de réplica. No
interviene, se entiende, porque la naturaleza del discurso lo impide.
En suma. Dos gramáticas distintas. Institución operacional de la memoria frente a su
exclusión estructural. Protocolo de lectura de réplica frente a una lectura-espectáculo.
En términos descriptivos, estamos ante dos funcionamientos discursivos distintos -a
cada cual lo que le corresponde, dirá un espíritu conciliador-. Pero si pasamos de la
situación teórica a la práctica, las cosas son tan alentadoras; algo anda mal. Leer un
texto universitario con la disposición subjetiva de un espectador de videos, tiene como
resultado un trastorno serio en las operaciones más elementales de la comprensión:
imposibilidad de poner en cadena el conocimiento; imposibilidad de "retener" el sentido
de lo que se lee. Recuerdo aquí algunos comentarios de docentes sobre la dificultad de
retomar de una clase para otra algo que quedó pendiente (esto se agrava, aparentemente,
de un año a otro: es muy difícil contar de una materia a otra con contenidos dados; lo
que cuestiona prácticamente la vigencia actual de las correlatividades). El otro
comentario es un clásico: la atención de los alumnos no dura más de quince minutos.



Los trabajos de escritura de los alumnos presentan una resolución textual que manifiesta
en sus gramáticas de producción -que deberían sujetarse al protocolo de la letra- los
rasgos propios de las gramáticas de reconocimiento características del discurso
audiovisual. El parcial es el resultado de la incoherencia práctica entre dos lógicas, la de
la letra, soporte de la voz del docente; la de la imagen, soporte de la voz del alumno.
Esta incoherencia se sutura, no obstante, con un número: la nota. ¿Sobre el criterio de
qué gramatical se asienta el número? La nota sutura, pero no siempre sobre el mismo
principio. Tal labilidad no deja de angustiarnos.
Este desajuste entre las gramáticas de reconocimiento y de producción debe ser leída en
términos de fuerza. Humpty Dumpty diría "lo importante es saber quién dicta la norma".
Porque es obvio que el traslado de la gramática del discurso audiovisual sobre la
producción del texto escrito responde a una hegemonía cultural de las prácticas de
lectura audiovisual; a una creciente ausencia -también práctica- de las operaciones de
lecto-escritura en la vida cotidiana.
Aquí es preciso detenerse, para evitar cierto tono maniqueo -cuando no melancólico-
que se suele advertir en los análisis como el que aquí propongo: sí a la productividad de
la letra; no a la pasividad de la imagen. Quiero afirmarme en la idea -que considero más
productiva- del desacople por sobre el lamento de la pérdida.
Y es que sin duda los efectos más decisivos de los medios masivos en la cultura escapan
a la dimensión consciente: la experiencia audiovisual fuerte de nuestra época es menos
comunicativa que escópica. Como experiencia ligada a la pulsión, la satisfacción del
deseo visual habilita nuevas formas del placer. Y esta es, probablemente, una de las
ventanas del aburrimiento adolescente.
Lo que acabo de exponer sugiere inmediatamente dos actitudes -dos tentaciones- que
me atrevo a llamar esquemáticamente: autoritaria (moderna) y demagógica
(posmoderna).
La primera actitud se hace cargo del problema en términos de deterioro. Lo niega como
problema inherente al discurso pedagógico y transforma su práctica en una práctica de
asistencia: chapa y pintura; reparar el tejido allí donde se raja. Dejar a salvo lo instituido
a cualquier precio. Refuerza los supuestos del discurso pedagógico sin interrogar su
validez ni su eficacia: restauración y conservación. El déspota, en su versión enérgica y
rigurosa -el padre- obliga a los estudiantes a alcanzar los objetivos pedagógicos. En su
versión benévola funciona como madre, los asiste y protege: toma el problema de los
alumnos como suyos; lo comparten, pero ambos identificados entre sí y con el ideal
que, las más de las veces, padecen.
La segunda actitud, la del demagogo posmoderno, es la del que queda fascinado por el
sujeto real; responde plenamente a la demanda de ese nuevo habitante de la situación
pedagógica, disolviendo la práctica docente en una práctica de consumo, regulada por
las leyes del mercado. El demagogo responde solícito y exhaustivamente a la demanda
del alumno; satisface necesidades, presta un "servicio" a los alumnos.
Cabe otra actitud, quizá mas incierta, quizá menos confiada, quizá más reservada, que
consiste en compartir el problema como problema. Fundar el lazo pedagógico sobre este
problema compartido es la condición actual de nuestra práctica. De ahí habrá que sacar
consecuencias porque si bien no compartimos el supuesto, al menos compartimos el
problema de no compartir el supuesto.



La modernidad produjo el sujeto del inconsciente en las fallas o intersticios de la razón,
y ese supuesto organizó la consistencia ideológica de innumerables prácticas y
discursos. Esa intervención sobre la razón dialectizó el supuesto y amplió el universo de
las experiencias, incluso la pedagógica. En nuestros días, cabe pensar las condiciones de
intervención en los intersticios dejados por el discurso massmediático y la práctica del
consumo. Porque el tedio adolescente es un dedo que señala; bien puede ser el indicio,
entre otras cosas, de que algunas experiencias están agotadas.

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