miércoles, 13 de abril de 2011

¿Qué hace la escuela con la tele?


¿Qué hace la escuela con la tele?
La escuela, los jóvenes y la experiencia mediática
      Organización: CEAP   Lugar: Buenos Aires   Expone: Cristina Corea   Fecha: 01-10-02   Dispositivo: Conferencia de capacitación docente   Perfil: Charla Volver a última página visitada     
El problema que nos reúne es esta experiencia contemporánea de ser fundamentalmente espectadores. Espectadores de la tele, espectadores de las tecnologías, de las pantallas de la PC.
Espectador es aquel sujeto cuya experiencia social se da fundamentalmente a partir de las conexiones vía los sentidos, vía las percepciones, y no tanto a través de la conciencia o la palabra.
En el siglo XIX aprendimos a leer. En el siglo XX aprendimos fundamentalmente a escuchar, aprendimos el valor de la palabra, de la comunicación. Y en el siglo XXI, da la impresión de que el desafío es aprender a mirar.
En el siglo XIX se inventa la escuela pública. Podríamos decir que toda la experiencia de la escuela pública, toda la experiencia de la política sarmientina, es la experiencia de constitución de una figura: el ciudadano. A través de la práctica escolar de la lectoescritura, la escuela aparece como el pilar de la experiencia ciudadana. La lectoescritura es donde asienta la experiencia escolar del ciudadano, y aparece como la práctica esencial de constitución de esa subjetividad.
En el siglo XX aprendimos el valor de la palabra. Y aprendimos el valor de escuchar. Tenemos en este siglo dos figuras esenciales, Freud y Saussure. Con Freud, la experiencia de la palabra es aprender a escuchar algo implícito en lo explícito, algo latente en lo manifiesto. Uno podría decir que la experiencia psicoanalítica, en el sentido más general del término, es encontrar en el discurso una dimensión que se interpreta porque está latente.
Por su parte, Saussure también desentraña un valor esencial en la lengua, un valor que no era del todo evidente hasta su época: la función comunicativa de la lengua. Hasta Saussure, el lenguaje era fundamentalmente la gramática, la historia de la lengua, la evolución de la lengua, una serie de reglas. Con la aparición de Saussure se revela como papel esencial de la palabra su función social, su función comunicativa. Para Saussure, la lengua es la institución social por excelencia porque es la institución que hace lazo entre los individuos, y es la que permite la comunicación: experiencia social básica, elemental.
¿Y qué pasa en el siglo XXI? En el siglo XIX tenemos al ciudadano; en el siglo XX tenemos al parlante, al hablante. La subjetividad propia del siglo XX es la del hombre definido como aquel que ha adquirido la palabra. Pensar y hablar en el siglo XX, en toda la experiencia de las ciencias sociales, son sinónimos.
En siglo XXI tenemos la figura del espectador
¿Cómo es esta figura del espectador? Esto aún es un gran interrogante para nosotros, básicamente porque estamos constituidos en la experiencia de la palabra, en la experiencia de la interpretación, en la experiencia de leer más allá de lo explícito., pero no en la experiencia de la conexión, de las tecnologías que requieren más operaciones conectivas que interpretativas. La figura del espectador es la de aquel cuya experiencia social fundamental es la experiencia de la multiplicidad de conexiones con el flujo de la información. No sólo es la experiencia de quien mira algo, sino de aquel cuya vía de conexión al flujo de la información son los sentidos.
Por lo tanto, de aquí en más hablar de imagen no va a referir sólo a una representación visual: una imagen es un percepto, una unidad de información que llega al sujeto por vía perceptiva, y no por vía de la conciencia. Entonces, la figura del espectador remite a aquel que se constituye por la vía del percepto y no por la vía de la conciencia. Esto es lo novedoso de esta subjetividad del espectador.
Para aprender a leer y a escribir inventamos la escuela. Para aprender a escuchar inventamos la asociación libre, la interpretación de los sueños, la comunicación y los dispositivos de la comunicación. Ahora bien, ¿qué dispositivos tenemos para aprender a mirar, para pensar en qué consiste esta práctica del mirar, esta práctica de ser espectador, esta práctica de estar fundamentalmente conectado al flujo de la información. Da la impresión de que las teorías de la comunicación que tienen su base en la subjetividad del parlante no son eficaces a la hora de remitir a esta experiencia. Da la impresión de que los dispositivos capaces de hacer inteligibles esta experiencia del espectador no están armados todavía, que tenemos que empezar a pensarlos, elaborarlos, dilucidarlos. Y da la impresión también de que acerca de esta experiencia del mirar, de ser espectadores, tenemos que aprender nosotros de los jóvenes mediáticos, y no tanto enseñar. Parece que en este punto la famosa ecuación del saber se invierte. Por sobre la experiencia tecnológica aparece la experiencia mediática. Experiencia mediática es toda experiencia de conexión con la información –a través de internet, radio, medios masivos–. Sobre la experiencia de la conexión en sí sabemos poco, tenemos pocos procedimientos aptos para pensar en qué consiste. Da la impresión entonces de que sobre la experiencia de la conexión quizás tengamos que aprender un poco más de esta generación para la cual la tele, los medios e internet no son algo que se suma a un algo ya constituido sino que son el punto de partida de una experiencia.
Para la generación mediática, “la tele” es el dato primero del mundo. “La tele” no es algo que está en el mundo, algo que es una opción como podría ser para nosotros, sino que es, “algo que ya estaba”, como el aire. La generación mediática es esta generación de pibes que pueden hacer los deberes mientras miran la tele, que comen mientras miran la tele, que pueden conectar simultáneamente una, dos, tres vías de información, que pueden estar hipersaturados “bien”, sin colapsar.
Entonces, si la diferencia entre esta generación mediática y la nuestra es tan radical, valdría la pena hacerse una serie de preguntas, darle tiempo, darle lugar a esas preguntas que son preguntas serias. Por ejemplo: ¿cómo miran los jóvenes? ¿qué miran, qué ven cuándo miran? Y sobre todo, ¿cómo es el pensamiento producido en la conexión, cómo se piensa cuándo se está conectado? Otra cuestión de importancia es preguntarse qué tipo de malestar genera la conexión. En principio se podría decir que la saturación es un efecto bastante molesto de la conexión, pero ¿qué es la experiencia de la saturación? ¿qué estatuto tiene? ¿cómo queda uno constituido ante ella? ¿cómo se sufre con la experiencia de ser espectador? Y finalmente, la pregunta principal: ¿cómo es un pensamiento que está basado fundamentalmente en la percepción y no en la conciencia, en las sensaciones y no en la reflexión, en la saturación de los sentidos y no en la interioridad del pensamiento?
Consecuentemente corresponde plantear una tesis para discutir: bajo ciertas condiciones, la tele produce subjetividad. Dicho de otro modo: la experiencia de los medios es posible, pero ¿en qué sentido es posible?
En la época de Freud, de la moral victoriana, los chicos se tocaban. La teoría de Freud y los dispositivos del psicoanálisis, vienen a decir que a partir de la experiencia de los órganos sexuales, a partir de ese interrogarse y de ese tocarse, hay una subjetividad que se constituye. La sexualidad sería entonces la experiencia singular de cada uno con el propio sexo. Uno puede ver, gracias al dispositivo psicoanalítico, que en esto que la moral victoriana reprimía –el tocarse– se constituye una experiencia: hay algo del orden de la verdad del sujeto que se va a constituir en esta curiosidad, en esta interrogación, en ese sufrimiento producido por la relación con los órganos sexuales.
Esta imagen, por similitud, por analogía, nos permite pensar algo del orden de la experiencia actual con los medios.
Podríamos poner a la tele, a los medios, a los flujos de información, en el lugar potente de los órganos sexuales. La información interroga a los chicos. La información nos interroga, nos amenaza, nos seduce, nos asedia. En la medida en que podamos producir los dispositivos capaces de pensar eso, capaces de pensar esta interpelación, entonces ahí nos podremos constituir como una subjetividad mediática.
Hay subjetividad sólo en la medida en que se piensa algo del orden de la experiencia. La subjetividad es la experiencia de haber pensado algo de lo real. Parece que hoy algo de lo real se juega en la relación con la información, así como en la época de Freud algo de lo real se jugaba en la relación con los órganos sexuales. No sabemos si la experiencia de la sexualidad es hoy tan potente como la experiencia de la información: la información es hoy un real que tiene que ser pensado, que tiene que ser tratado, que tiene que ser tramitado: “algo” hay que hacer con eso. Entonces podremos devenir sujetos de esta experiencia si somos capaces de pensar los dispositivos para pensarla.
Quizás para comenzar a pensar qué es esto de la experiencia de la información tengamos que pensar algo del orden de las condiciones socioculturales en las que vivimos, y algo del orden de los cambios. Ignacio Lewkowicz bautizó la época en que vivimos como “la era de la fluidez”. En principio, la fluidez nombra una situación, un medio radicalmente distinto del medio en el cual, por ejemplo, se funda la escuela. La escuela es una institución fundada y pensada para habitar en un medio sólido, en un medio estable, en condiciones regulares, en tiempo de progreso. La escuela forma a los hombres del mañana; es decir que la escuela supone la existencia de una regularidad temporal que se puede pensar en etapas: el presente, el pasado y el mañana. El mañana da sentido a la experiencia escolar: educamos para “el mañana”.
La escuela es una institución que se desarrolla, se reproduce y se torna eficaz en consonancia con otras instituciones estatales, fundamentalmente con la familia. La escuela es soporte, es un como pilar del Estado Nación. Las instituciones estatales, cuya imagen paradigmática es la escuela, funcionan todas interconectadas y en sintonía porque existe el Estado, entendiendo al Estado como un metadiscurso. Es un discurso meta porque funciona como un puente que permite trasladarse, transferirse cómodamente, de una institución a otra. Así, ser hijo es consustancial con ser alumno. En tiempos estatales –cuando hay estado, estabilidad, solidez, cuando hay reproducción regular de insumos, de dispositivos, de prácticas–, las subjetividades producidas en cada institución, los discursos y las posiciones de enunciación son equivalentes. Son equivalentes de modo tal que la ley que rige en la familia, rige también en la escuela, y en la empresa. Por lo tanto, la relación con la ley, la relación con el poder, se reproduce en todas las instituciones. Esta organización que podríamos llamar organización en el sólido y en condiciones regulares, ha estallado. El agotamiento del Estado Nación es el agotamiento de esta lógica. El Estado ya no es el gran coordinador de la vida de las instituciones. Entonces, en la medida en que el Estado estalla en esta capacidad lógica de cohesionar o de coordinar, las instituciones devienen fragmentos o islotes. Hay una dispersión general, y ya no esa experiencia regular en la cual un saber, una ley, una autoridad, se podían transferir de una situación a otra porque existía este garante externo de esa transferencia.
Entonces, ¿qué es la era de fluidez? La era de la fluidez es la era en la cual el modo de dominación ya no es estatal. La dominación ya no es el disciplinamiento, ya no es el sometimiento de unos cuerpos a unos lugares a través de la vigilancia y el castigo, sino que la dominación es algo que ocurre a través del capital financiero. La dominación es a través de los flujos: se habla de flujos de capital, se habla de flujos de información. La fluidez es la era en la cual lo que domina es la virtualidad del capital financiero. En la fluidez, los estados ya no son soberanos sino que se disuelven en la liquidez del capital; y el capital va adonde la oferta es más tentadora: no funciona según valores, principios, ideales o ideología, sino que va según el principio del máximo valor. Bajo este fluir del capital somos arrastrados.
La era de la fluidez es la era del desvanecimiento del sólido. Si en tiempos de solidez estatal se sufre por la sujeción, se sufre por la opresión, se sufre por el encierro, en la era de la fluidez se sufre por la dispersión. Uno puede decir el Estado sujeta, que la autoridad y la ley sujetan, que los mandatos sujetan; y de esa sujeción, ¿cómo se sale? Emancipándose. A través de la ruptura, a través de la crítica, critica del sentido, todas las figuras de la emancipación del siglo XX son, tanto en lo metafórico como en lo más concreto, figuras que remiten a la salida del encierro: elevar el nivel de conciencia, entender algo, que se haga la luz, romper con la dominación, romper con el patriarcado. Todas las figuras de la subjetivación, del hacerse sujeto, parten de un estado de dominación muy particular: la dominación del sólido, es decir, la dominación de los cuerpos, el encierro, la disciplina, el sometimiento bajo estos dispositivos institucionales.
Pero si la dominación es fluida, casi es un contrasentido hablar de dominación. Porque el capital financiero domina destituyendo, lo sólido se desvanece. La experiencia del default es esto: en un momento los capitales “se enloquecieron y se fueron”, por lo tanto la Argentina es un país superfluo para el capital.
La era de la fluidez es la era de la subjetividad superflua. Si en tiempos estatales somos todos necesarios –y por eso se inventan todas las instituciones necesarias para reproducir los cuerpos–, en tiempos de fluidez, la población sobra. El capital financiero agrega valor no por explotación de obreros sino por estrategia de inversión. Entonces la humanidad, que fue necesaria para el Estado, deviene superflua para el capital. Este sufrimiento por superfluidad es el tipo de sufrimiento propio de la información.
Si todo fluye, si el capital fundamentalmente destituye, barre el sentido: también a la palabra le cabe esta experiencia de la superfluidad. La palabra tiene sentido cuando los contextos de intercambio verbal, cuando los referentes aludidos por la palabra, tienen alguna permanencia. Si los referentes y los contextos mutan permanentemente, la palabra deviene superflua también. Eso es lo que se conoce con el nombre de opinión. La opinión es una palabra de enunciación superflua, es una palabra que no tiene ningún efecto sobre otra, es una palabra que no refiere nada, sin efecto sobre el locutor ni sobre el otro. Este discurso tiene casi estatuto de sonido: son palabras que no anudan, que no significan, que no constituyen, que se dicen por el mero hecho de hacer ruido; pero no son palabras ancladas en ninguna práctica, en ninguna situación.
Esta experiencia de la superfluidad, de la palabra superflua, de la palabra que no produce nada ni en el que la dice ni en el que la recibe; esta experiencia es propia del sufrimiento contemporáneo, que es el sufrimiento por superfluidad, por insensatez, por desvanecimiento general del sentido. Ahora, ¿por qué es importante pensar en este estatuto contemporáneo de la palabra? En general, como estamos constituidos en la experiencia institucional del lenguaje, del Estado, de la escuela, le hemos acordado a la palabra un valor –un valor de compromiso, un valor crítico o un valor simbólico–. Y entonces creemos que la relación con la tele, por ejemplo, hay que explicársela a los chicos: hay que hacerles ver, a través de un lenguaje bello, florido, explicativo, los malos contenidos y los malos modelos que tienen algunos mensajes de la tele. Y en realidad, para una experiencia subjetiva que está tramada en este sufrimiento por la superfluidad, por el barrido del sentido, en esta experiencia en que las palabras no signifiquen nada, no significan porque no hay situación ni dispositivo al cual referirse. Entonces para esta experiencia del lenguaje, explicar o criticar algo no tiene ninguna eficacia, no tiene ningún sentido. La lectura crítica de la tele es una opinión más porque en condiciones de fluidez, la palabra no marca, la palabra no constituye a menos que se produzcan los dispositivos necesarios para que la palabra tome un valor. Pero lo que no podemos hacer es suponer que la palabra por sí misma constituye, marca, deja una huella.
Si lo que planteamos es un desfondamiento general de las instituciones por el agotamiento del Estado, entonces la institución del lenguaje se destituye, se vuelve inconsistente, se fragmenta, se desintegra, deja de tener este lugar determinado en el tablero. ¿Cuál es la relación con los medios cuando la palabra argumental, la lectura crítica, no son operaciones eficaces -al menos en principio, al menos no inmediatamente, al menos no como lo fueron en la era de la escritura- para producir alguna alguna consistencia en el flujo de la información? Y si los argumentos y la lectura crítica ya no son operaciones portadoras de eficacia ¿cuáles son esas operaciones? Esas son las preguntas que nos debiéramos hacer.
Ver tele fragmenta, fisura. Pero no fragmenta por los malos valores: fragmenta por el tedio que produce, fragmenta porque satura, fragmenta porque todo se vuelve igual como el zapping, y no se sabe cómo salir de eso. Pero sin embargo, “esto” es mejor que estar disperso. Estar conectado al zapping genera sufrimiento porque todo se vuelve igual, pero al menos eso es una mínima conectividad, es una mínima cohesión ante la dispersión general, ante una amenaza de superfluidad, de extinguirse que nos alcanza a todos.
Por consiguiente, el desafío que se nos presenta es cómo educar al aburrido, a esa figura que se nos presenta como la figura sintomática de la subjetividad contemporánea. ¿Qué hace la escuela con el aburrido? ¿Cómo es la pedagogía del aburrido? ¿Qué se hace con este sujeto que está conectado, que está abrumado, saturado en la conexión, aunque sin embargo eso sea mejor que extinguirse en la dispersión general de la información?
Para entender un poco más sobre la figura del espectador podríamos pensar en la diferencia que hay entre la conexión como modalidad de ligadura al flujo de información, y las marcas. Las marcas constituyen la subjetividad de las sociedades disciplinarias. Para que una práctica deje un rastro, una huella, es necesario la repetición, pues la repetición deja marca. Pero para que algo se repita es necesario que el sentido de lo que se va repitiendo permanezca; si no, la práctica no se constituye en una marca.
En condiciones de fluidez nada deja marca: todo se siente pero no hay capacidad de intelección. La saturación es la experiencia de un sensorio totalmente saturado, pero a una velocidad tal que la conciencia no puede percibir de qué se trata. La experiencia del aburrimiento, de la superfluidad, de la saturación, es entonces la experiencia de un medio que no anuda, que no conecta, que no traza, que no deja huella. En este medio tan fluido, cualquier operación que induzca un sentido, que anude, que cohesione, es una operación subjetivante. Pero hay que pensar de qué se trata la ligadura, la cohesión, el encuentro, el diálogo con otro en estas condiciones de fluidez.

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